En la casa donde mi padre pasó sus últimos años había dos baños. Uno tenía ducha con agua caliente, wáter, lavamanos con jabón, y lo podía usar cualquiera de la familia que anduviera de visita en esa casa con chacrita, en Huachipa, en el límite de la Lima urbana y rural. El otro baño ni siquiera era un baño. Era un agujero en el suelo, en un extremo escondido del terreno, y estaba reservado solo para el empleado que trabajaba y vivía allí bajo el régimen cama adentro. No tenía puertas ni techo y la ducha era una manguera que llevaba agua fría. ¿Por qué mi padre no dejaba que la misma persona que le preparaba la comida usara el único baño digno de esa casa?
En esa austeridad popular de principios del siglo XXI, mi padre contaba con la infraestructura necesaria para practicar la segregación en la que él mismo se había criado. Un baño para patrones. Un silo para sirvientes. Yo entonces era un reportero novato en el diario El Comercio de Lima y andaba muy concentrado en registrar la paja en el ojo ajeno, soñaba con ir a cubrir los males del mundo en otros continentes, y no me daba cuenta de que había cadáveres coloniales escondidos en casa.
El racismo nunca fue un tabú en mi familia. Era peor. Como en la mayoría de casas, entonces y ahora, era invisible. Quizá, por eso, tampoco generaba conversaciones, culpas ni reflexión. De niño, uno de mis pasatiempos favoritos era imitar a Julia, una muchacha de origen aimara que trabajaba en la casa, y que nunca podía recordar sus miles de tareas.
-Is qui mi olvidí -la remedaba riéndome y la perseguía hasta que ella se escondía en su cuarto-. Mi olvidí. Mi olvidí.
Fuera de casa las cosas no eran mejores. Serraneabas, choleabas, negreabas sin mayor problema. Lo hacían los mayores y los chicos en el barrio, y también los profesores en la escuela. Los insultos racistas tenían una aire de cultura colectiva que le daban a esa violencia una normalidad incuestionable. Encendías la televisión y el conductor del programa llamaba a su asistente, oe, negro, ven para acá. Y el público aplaudía. Mi generación aplaudía quizá con la misma normalidad con que ahora muchos celebramos que una persona blanca o mestiza se pinte la cara de negro y actúe como tonto para imitar a un personaje afrodescendiente.
El racismo genera este ecosistema donde nos leemos la piel (y los orígenes y el apellido y dónde estudiaste y dónde vives) para tomar una posición arriba o debajo del otro.
El racismo genera este ecosistema donde nos leemos la piel (y los orígenes y el apellido y dónde estudiaste y dónde vives) para tomar una posición arriba o debajo del otro. La conductora que golpea e insulta a la trabajadora vial llamándola “chola de mierda”, por ejemplo, asume esa posición de superioridad feudal en la misma medida en que la revista Cosas considera que los solteros y solteras codiciadas del país solo pueden ser personas blancas sin más méritos que una buena herencia, como los Lannister en la serie Juego de Tronos. Las redes sociales y los celulares ayudan a documentar este tipo de racismo y han generado un aire de horror y urgencia. Algo tenemos que hacer, ¿no?
Pero el racismo tiene un nivel estructural que aún no es parte de la discusión, al menos en las redes sociales. ¿Cuál es el impacto económico de creer que, esencialmente, mientras más blancas las personas más superiores? ¿Será por eso que seis de cada diez peruanos se autodefinen mestizos? ¿Tienen esas ideas alguna relación con el centralismo? ¿Determinan la manera como contamos la historia del país o, incluso, con quién cuenta la historia y quién no? ¿Con la falta de representación de peruanos de pueblos originarios y afrodescendientes en las ferias de arte, en los gabinetes de ministros, en el poder? ¿Cuál es la relación entre racismo y pobreza? Esta dimensión del problema es inmune a la denuncia viralizable. Y requiere otros espacios, estrategias, actitudes.
Un día, una madre de familia me envió un mensaje. “Yo pertenezco a un sector privilegiado de la sociedad”, me contaba. Era empresaria. Sus hijos estudiaban en un colegio privado pero, al parecer, allí tampoco se hablaba de racismo. ¡Sorpresa! Para ella este era un tema crucial pues creía que para enfrentarlo (al racismo) había que plantearlo de manera abierta en la escuela. Un curso. O varios cursos a lo largo de los once años que los niños pasan sentados en las aulas. Era un sueño lindo y compartido. Una educación antirracista que promueva la igualdad y el pensamiento crítico. ¿Se imaginan? La familia reunida en la mesa mientras Julia sirve la cena, y entonces mamá o papá pregunta:
-Marquito, ¿qué aprendiste hoy en la escuela?