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Marco Avilés
Periodista. Consultor en racismo

Hablemos de racismo

Publicado el 20 de mayo del 2019

Marco Avilés
Periodista. Consultor en racismo

Hablemos de racismo

Publicado el 20 de mayo del 2019

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Cuando me mudé a Maine, el estado con el mayor porcentaje de población blanca en los Estados Unidos, uno de mis pasatiempos consistía en buscar con la mirada a personas que no fueran blancas. Nueve de cada diez habitantes de Maine son caucásicos, así que el ejercicio muchas veces suponía la derrota de corroborar que yo era el único latino donde quiera que iba: tiendas, bares, restaurantes. En una sociedad tan poco diversa, mi presencia solía ser notoria como la cereza en el pastel y despertaba curiosidad y conversaciones.

Una tarde, en una fiesta de amigos, una mujer se me acercó tomándose la frente con la mano y me explicó que su sueño de la noche anterior acababa de cumplirse. En ese sueño, ella conocía un hombre latino y hablaban en español. Se llamaba Randy y había aprendido este idioma hacía siete años, durante un viaje a Sudamérica, y desde entonces casi no había podido practicarlo. Hoy era su día de suerte. ¿Podíamos hablar un poquito en español?, me preguntó en español y no esperó mi respuesta.

Randy debía tener unos treinta, su cabello era castaño lacio, los ojos verdes, e iba envuelta en una frazada de lana. Era masajista, creía en las buenas y malas energías y recorrer Sudamérica le había cambiado la vida, me dijo. Su español era bastante aceptable y solo tuve que socorrerla algunas veces. Había ido por tierra desde Colombia hasta Chile, junto con un grupo de amigos de quienes se separó en Ecuador. El viaje le salió muy barato porque gente amable en aldeas indígenas solía acogerla. Le daban un espacio para dormir y muchas veces comida. Randy solo tenía que tocar las puertas, decirles que era una gringa viajera, y listo, bienvenida.

El gran problema de su aventura, me dijo, ocurrió en Lima. Algunos amigos suyos le habían advertido que tuviera cuidado con beber agua no hervida en esta ciudad, pero ella no les hizo caso y se enfermó del estómago. “Creo que fue un refresco que tomé en la calle”, me dijo. Por una extraña coincidencia, la diarrea pasó cuando pisó tierra chilena.

“Por lo menos a ti te previnieron que no bebieras agua sin hervir en Lima”, le comenté. “Cuando me mudé a los Estados Unidos nadie me advirtió que jamás debía probar el American Cheese”.

El American Cheese es un producto que suena a que se trata solo de queso pero es un tipo de imitación industrial. Mi primera y única experiencia con este ingrediente típico me alejó del mundo durante dos días llenos de dolor.

Randy me miró con una sonrisa de complicidad. “Sí, es cierto”, me dijo. “Los mochileros latinos en Estados Unidos deberían evitar el American Cheese”.

“Cuando me mudé a los Estados Unidos nadie me advirtió que jamás debía probar el American Cheese”.

¿Había dicho “mochileros latinos”? La imagen mental de un latinoamericano con mochila recorriendo los Estados Unidos no lleva a pensar necesariamente en un tipo de turismo, sino en cosas menos agradables como Trump, el muro y personas detenidas al otro lado de la frontera. Un rayo de luz acababa de iluminar nuestra conversación. Un refresco callejero limeño puede ser tan tóxico como el American Cheese, cierto. Pero no es lo mismo mochilear en Sudamérica siendo gringo que hacerlo en Estados Unidos siendo latino.

Randy, ciudadana blanca de los Estados Unidos, había tomado una mochila y viajado por Sudamérica casi sin dinero, sin necesitar visas y tocando puertas de personas que la acogían con hospitalidad. Para los latinos, una experiencia equivalente en los Estados Unidos resulta difícil de imaginar. Los latinos no hemos podido desarrollar una cultura del turismo mochilero en este país porque, entre otras cosas enormes, un viajero de color con mochila es un estereotipo de peligro. Además, necesitamos visas.

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Le hice una pregunta a Randy para graficar la idea:

“Si un grupo de jóvenes latinoamericanos de mi color (marrón) intentara recorrer Estados Unidos mochileando y tocando puertas de las típicas casas de los suburbios y esperando que los acojan gratis y alimenten, ¿crees que tendrían éxito?”

Pasamos unos segundos en silencio imaginando el resultado. “Imposible”, me dijo con una repentina sorpresa. “Ni siquiera podrían estar andando con tanta libertad. Alguien llamaría a la policía porque pensarían que son ilegales”. No se trataba de un gran descubrimiento, pero se sentía como si hubiéramos llegado a un territorio común.

Los latinoamericanos en los Estados Unidos gozamos de menos privilegios y libertades que los estadounidenses en nuestros países. Esas diferencias se notan en cómo ambas sociedades desarrollan discursos y propaganda ante un viajero con mochila. No es lo mismo la imagen aprendida de una chica anglosajona mochileando sin visa en Sudamérica (es turista, ofrécele ayuda) que una chica centroamericana mochileando en Arizona (seguro es ilegal, llama a la policía).

Randy lucía triste. “Lamento mucho no haberme dado cuenta”, me dijo. “Yo acá he venido a hablarte de mi viaje como si el mundo fuese mi casa”. Bajó la mirada y, antes de despedirse, añadió: “Las personas blancas de Estados Unidos solemos olvidar los privilegios que tenemos en el mundo”. Era cierto. Pero no solo pasa allí. En Latinoamérica, las personas privilegiadas (por nuestra piel, clase o cultura) solemos olvidar o minimizar cómo esas características nos benefician dentro de nuestros propios países.

Espero con ansias el día en que los latinoamericanos podamos mochilear con libertad en los Estados Unidos, sin visas y con la debida información sobre las consecuencias digestivas del American Cheese.

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