Hablemos de racismo
La artista Venuca Evanán recorre las playas de Lima en busca de plumas de aves y luego, con ellas, dibuja y pinta sobre madera. Venuca pinta cosas cotidianas de una manera fantástica. Por ejemplo, en una de sus tablas, una pareja de recién casados parece salir del mar a bordo de un mototaxi, como personajes de un cuento de hadas perdidos en las arenas de la Costa Verde.
Venuca ha crecido en Chorrillos, ese distrito frente al océano, pero su historia está unida a Sarhua, una localidad ayacuchana rodeada de montañas y de donde sus padres migraron a inicios de los ochenta debido a la guerra. Es limeña y a la vez sarhuina. Citadina y a la vez indígena. Su vida tiene esa riqueza que ella exhibe con naturalidad. La conocí una tarde de mediados de diciembre, en un curso de pintura que ella iba a dictar. Vestía jeans, gafas de aumento y llevaba el cabello trenzado y coronado por un sombrero con flores fucsias y amarillas. Algunas compañeras del curso elogiaron su sombrero. ¡¡¡Qué lindo!!! Venuca nos contó que su atuendo no siempre le depara bonitas experiencias.
Una noche, ella fue a la inauguración de la feria ArtLima, donde se exponía su trabajo. La acompañaba su padre, el legendario artista Primitivo Evanán, que llevaba un típico poncho sarhuino. Venuca vestía un traje elegante –polleras, blusa, sombrero– diseñado por artesanas de su comunidad. Tuvo un mal presentimiento en la puerta de ingreso. Antes de que pudiera cruzarla, un vigilante se les acercó y les exigió sus DNIs. Otras personas entraban sin mostrar sus documentos. Debe de ser por nuestras ropas, pensó Venuca, y le entregó su certificado de expositora. El vigilante lo revisó pero insistió en ver los DNIs. Ese momento en apariencia insignificante contenía mucha violencia. El hombre había “escaneado” a Venuca y a su padre y, con solo verlos, había concluido que ellos no eran iguales a los demás, que quizá se querían colar, que tal vez eran delincuentes, o vendedores de golosinas. Venuca veía pasar a muchas personas y sintió ganas de marcharse. ¿Por qué la invitaban a un evento para humillarla de esa manera?
Historias como esta son corrientes pero no siempre los involucrados las hacen públicas. Hace unos años, un colega editor acudió a la fiesta de su propia revista. La fiesta era en un museo y estaba llena de celebridades locales, artistas, gente del mundo de la moda. Cuando este amigo quiso ingresar, el vigilante se paró delante y le explicó que el local estaba lleno. Lo raro era que otras personas ingresaban sin que nadie les dijera nada. Después de una larga discusión, el editor por fin pudo entrar, pero pasó el resto de la fiesta sintiendo ganas de marcharse. Era un cholo que había entrado a un evento que no era para cholos, y se lo habían hecho saber.
Si hace doscientos años los peruanos nos dijimos «somos libres», ahora deberíamos atrevernos a decir «somos iguales».
En la puerta de la feria de arte, Venuca y su padre finalmente mostraron sus DNIs. El vigilante los dejó pasar. Caminaron por la feria de arte. Había cuadros, esculturas, mucha gente. Una mujer se le acercó. Llevaba en el cuello la piel de un animal. «¿Eres la congresista Tania Pariona?», le preguntó confundiéndola con otra persona. Tania Pariona y Venuca Evanán no se parecen. Lo único que tienen en común es que ambas son mujeres indígenas exitosas en la ciudad. Pero la ciudad (esta ciudad) no está preparada aún para un presente donde todos somos tratados con el mismo respeto. Si hace doscientos años los peruanos nos dijimos «somos libres» sin que todos lo fuéramos, ahora el reto es decir «somos iguales» y trabajar para que sea cierto.
El racismo se ampara en el silencio. Los discriminados aprendemos a no hablar de lo que nos ocurre. Sentimos vergüenza de decir que nos cerraron esa puerta por cholos, por negros, por indígenas, como si la culpa fuese nuestra. Pero el silencio solo alimenta al monstruo. Hablar de racismo y denunciarlo, por el contrario, son actitudes cívicas, necesarias. Por eso, hablemos de racismo dentro de nuestras familias, grupos de amigos o de colegas, y reflexionemos junto a ellos sobre cómo este problema se manifiesta en nuestro entorno.
Las instituciones también pueden hacerlo. Para comenzar, pueden revisar sus protocolos de atención al público y seguridad para evitar que los ciudadanos indígenas y de otras comunidades vulnerables sean maltratados o estigmatizados como delincuentes.
Venuca no se quedó callada. Pintó un cuadro sobre su experiencia en aquella feria y ha contado esta historia en entrevistas, charlas y talleres. Gracias a ella y su valentía tenemos una primera pregunta para comenzar. ¿Alguna vez te discriminaron por tu piel, por tu atuendo, por tu cultura? ¿Qué hiciste?