Tenía 10 años. De esa época recuerdo tres libros, que no solo fueron los primeros que ocuparon los estantes de un aparador de mi habitación que se fue convirtiendo poco a poco biblioteca, sino que despertaron mi curiosidad y nutrieron algo que más tarde reconocería como vocación literaria.
1) Las Mil y una Noches. Esta famosa compilación de cuentos orientales narra la suerte de Sherezade, quien –condenada a pasar una noche con el sultán Schariar para ser decapitada al día siguiente– salva de morir gracias a una astuta idea: decide contarle al monarca una historia y, una vez que consigue generar su interés, interrumpe su relato para continuar por la mañana. Así lo hizo durante muchas noches, exactamente mil: le hablaba al Sultán de personajes fantásticos como Aladino, Simbad o Alí Babá y, de paso, al postergar la narración, prolongaba su propia existencia. Ese libro me marcó no solo por las aventuras que vivían esos héroes árabes en sus desiertos hechos de bóvedas secretas y en sus palacios alfombrados, sino por la tesis que subyacía a la trama: para vivir hay que contar. Mientras más se cuente, es decir, mientras más ficciones uno invente, y mientras más recurra a las palabras, más vivo estará.
2) Robinson Crusoe (de Daniel Defoe). Con los años he aprendido a reconocer qué era lo que más me fascinaba de este libro cuando lo leía de niño, además de la historia en sí misma. Todos lo recuerdan: un joven escocés tiene que aprende a vivir en una isla luego de que el barco en que viajaba se estrella contra un banco de arena en medio del mar. Lo que me impactó, aunque no lo supe la primera vez, fue la figura del naufragio como metáfora de la soledad de quien escribe. Después de todo, qué cosa es un escritor sino un sujeto aislado de su entorno, que toma posesión de un territorio incierto –la imaginación– y desde allí, luchando contra sus propios límites, trata de reorganizar el mundo o, al menos, de reducir su hostilidad.
Qué importante fue que ese libro llegara a mí por intermedio de una tía que no se encontraba entre mis favoritas y a la que yo siempre había mirado con tirria y no poco espanto por aspecto greñudo y expresión amargada. Sin embargo había belleza en su corazón; con ese regalo empecé a mirarla con otros ojos. Esa fue la segunda lección: detrás de todo lo que nos parece feo, temible u oscuro, hay algo más sensible que reclama nuestra atención.
3) Cartas desde mi Molino (de Alfonso Daudet). De este libro de relatos que trascurren en la región de Provenza (en el límite de Francia e Italia) recuerdo sobre todo los dibujos que aparecían entre las páginas y que servían para que uno imaginara mejor las acciones que describía el narrador. Había molinos que se activaban gracias al viento, burros y cabras parlantes, iglesias y torres antiquísimas, enormes árboles de naranjas, soldados que cabalgaban por semanas, hombres que trabajaban la tierra, mujeres bondadosas que cocinaban el pan, y niños cuyas vidas transcurrían mansamente en las lejanías del campo. Creo que si no hubiese conocido los relatos de Alfonso Daudet me hubiese costado más entender al Quijote cuando me tocó leerlo años después. Me veo leyendo «Cartas desde mi Molino» y transportándome a esos paisajes rurales tan distintos a la calle donde vivía, y alternando con esas criaturas que discutían alegremente sobre sus pocas miserias. Qué acompañado me sentía por esos personajes y qué ganas me daban de conocer el interior de sus casas, sus habitaciones, de husmear entre sus cajones. Leyendo a Daudet aprendí eso: que los libros no son objetos inanimados, sino que están llenos de gente viva y que, al abrirlos, el mundo, aunque sea por unos minutos, es un lugar mejor.
Feliz mes del libro para todos. Los que leen y los que pronto empezarán a leer.