Mucho antes de convertirse en aquella superproducción de Telemundo donde Christian Meier alternaba romances con Edith González y Génesis Rodríguez, «Doña Bárbara» ya era famosa; no como producto televisivo ciertamente, sino como novela, acaso la novela venezolana más célebre, popular o clásica de la historia reciente, reimpresa más de cuarenta veces, traducida a varios idiomas, adaptada también a la radio, al teatro, al cine, y firmada por uno de los autores latinoamericanos más relevantes del siglo pasado: Rómulo Gallegos. De hecho, uno de los premios de narrativa hispanoamericana más importantes lleva su nombre.
De Gallegos recuerdo haber leído algunos cuentos sueltos por orden de algún desentendido profesor de literatura del colegio, es decir, mal, sin ganas, sin necesidad, sin placer, como todo lo que se lee por imposición. Distinto fue lo que me ocurrió con el poeta Rafael Cadenas, cuya lectura me recomendó mi entrañable amigo el también poeta Eduardo Chirinos. No sé cómo cayó en mis manos la edición casi facsimilar que aún conservo de ese hermoso libro de Cadenas que es «Los Cuadernos del Destierro», cuyo poema «Derrota» leí decenas de veces en los buses que me llevaban desde Surco hasta la avenida Cuba, donde funcionaba la academia Trener (donde, por cierto, yo no funcionaba en absoluto). Por aquellos días me sentía tan identificado con ese poema que incluso anoté el verso final como una suerte de epígrafe en la primera página de mi cuaderno de (In)Aptitud Numérica: «me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final».
No sé cómo cayó en mis manos la edición casi facsimilar que aún conservo de ese hermoso libro de Cadenas que es «Los Cuadernos del Destierro», cuyo poema «Derrota» leí decenas de veces en los buses que me llevaban desde Surco hasta la avenida Cuba, donde funcionaba la academia Trener (donde, por cierto, yo no funcionaba en absoluto).
Pasaron muchos años antes de volver a toparme con un escritor venezolano que me gustara de verdad. En festivales o encuentros he oído hablar de autores como Salvador Garmendia, Teresa de la Parra, Arturo Uslar Pietri o Antonieta Madrid, pero mentiría si digo que conozco su trabajo. Tampoco he leído a Adriano González León, quien en 1968 ganó el premio Seix Barral con su novela «País Portátil», y que fue la no tan visible carta venezolana dentro del boom latinoamericano.
A quien sí he leído es a Rodrigo Blanco, autor de mi generación, cuya primera novela, la premiada y muy bien reseñada «The Night», me mostró una Caracas desconocida, violenta, literaria, poblada de muertos, criminales y detectives, tan parecida a la Lima en que crecí, una ciudad donde el miedo y la frustración eran la norma.
Uno no sabe bien qué pasará con Venezuela, es decir, hasta cuándo continuarán la dictadura, el crimen, la carestía, la diáspora, el horror, pero se puede vislumbrar perfectamente que las tragedias individuales y colectivas que se vienen acumulando allí, más temprano que tarde darán a luz libros portentosos que, desde el cuento, la novela, con y sin ficción, nos contarán el drama real de los venezolanos, ese drama que hoy pasa delante de nuestros ojos. Delante también de nuestros prejuicios.