En 1985 fui al cine a ver Karate Kid, sin exagerar, catorce veces. Cinco en el Alcázar, cinco en el Pacífico, el resto en el Real 2. Desde la primera función quedé totalmente a merced de la historia (o más bien fábula) del chico enclenque que lidiaba con los matones de secundaria para hacerse respetar, mientras buscaba conquistar a la chica más guapa de la escuela. No era una gran peli, pero conecté con ella. Me sentía representado por el personaje de Ralph Macchio, y celebraba que él superara en la ficción los escollos que a mí se me hacían insalvables en la realidad. Él pudo lograr con Elisabeth Shue lo que yo jamás conseguí con Madeleine Bernal, la chica que se sentaba delante de mí en quinto grado; y sometió sobre el tatami al rubio de Cobra Kai, y al hacerlo fue como, por intermedio suyo, yo por fin pudiera vencer, al menos figurativamente, al abusivo Zambo Zabala, el villano del colegio, mi Johnny Lawrence personal.
Quien mejor capitalizó toda aquella obsesión por Karate Kid fue mi madre, pues supo persuadirme –imitando la metodología okinawense del sabio señor Miyagi– de que, con la repetición diaria de ciertas labores domésticas, mis músculos, si es que podían llamarse así, adquirirían una memoria física sumamente útil para las clases de karate en las que ella prometió inscribirme el verano entrante.
Durante varias semanas, provisto de un cinturón negro atado a la cabeza (una corbata de mi padre, en realidad), computándome el Daniel-San de Monterrico Chico, me aboqué a la limpieza de ventanas, el encerado de superficies, el pulido de vitrinas y el embetunado de decenas de zapatos (tarea esta última cuya utilidad para las artes marciales jamás me fue demostrada). Con tal de hacer más vívido el entrenamiento, conseguí un walkman en el que sonaba sempiternamente ‘The moment of truth’, de Survivor, tema principal de la banda sonora de la película. Después de las faenas, inspirado como el que más, ponía en fila india a las muñecas de mi hermana y, una por una, les aplicaba la patada de la grulla.
Quien mejor capitalizó toda aquella obsesión por Karate Kid fue mi madre, pues supo persuadirme –imitando la metodología okinawense del sabio señor Miyagi– de que, con la repetición diaria de ciertas labores domésticas, mis músculos, si es que podían llamarse así, adquirirían una memoria física sumamente útil para las clases de karate en las que ella prometió inscribirme el verano entrante.
El encantó por esa historia, sin embargo, feneció con el resto de la saga. Karate Kid 2, salvo por algunas secuencias puntuales, como la escena del rompimiento del bloque de hielo o la lucha final con Chozen, traicionó mis expectativas. Ni qué decir de la tercera o la cuarta entregas, par de bodrios donde la originalidad de la primera cinta fue groseramente sustituida por tramas previsibles y personajes carentes de la menor gracia. Igual las vi todas, no catorce, pero tres veces como mínimo.
Cuando en 2010 salió el remake, con el hijo de Will Smith, tuve un mal pálpito. La fui a ver y me pareció, por decir lo mínimo, imperdonable. Era una réplica burda de la fórmula primigenia, armada sin ningún sentido del tributo, casi más bien para pisotearla. Las técnicas de combate de Jackie Chan (Mr. Han) no convencían a nadie y sus prédicas más parecían reflexiones de autoayuda dadas por alguien que nunca se ha visto beneficiado por ellas. «Menos mal Pat Morita no alcanzó a ver este esperpento», pensé al salir del cine.
Por eso en 2018, con el lanzamiento de Cobra Kai como serie original de Netflix temí que se arruinara lo poquito de dignidad que le quedaba al nombre Karate Kid. Podía ser una vergüenza absoluta. Saber que los actores de la primera película (Ralph Macchio y William Zabka) se reunían, sin embargo, me devolvió cierta ilusión: la vieja caballería volvía para remover fibras y recuperar el botín que les había sido birlado con muy malas artes. La premisa era: treintaicuatro años más tarde, los chicos que en el pasado fueron encarnizados adversarios vuelven a encontrarse como adultos en los mismos barrios de California solo para constatar que la rivalidad se mantiene intacta.
Saber que los actores de la primera película (Ralph Macchio y William Zabka) se reunían, sin embargo, me devolvió cierta ilusión: la vieja caballería volvía para remover fibras y recuperar el botín que les había sido birlado con muy malas artes.
Consumí las dos primeras temporadas de un tirón y ni bien se estrenaron la tercera y cuarta las vi casi de inmediato. Lo mismo con la quinta, disponible desde hace dos semanas. Así como en las primeras cuatro temporadas, en esta los guionistas mantienen los ecos nostálgicos al pasado, el desarrollo de personajes y el tono dramático-humorístico tan funcional. Sigue siendo algo inverosímil el hecho de ver a adolescentes y adultos pasarse todo el día hablando de karate, como si sus vidas no tuvieran otras motivaciones, pero salvo ese reparo, Cobra Kai no decepciona. La inclusión de los actores de la saga original es un acierto hasta el momento, y si el regreso de Elisabeth Shue no tuvo todo el esplendor que se esperaba, lo contrario ocurre con el de Yuji Okumoto (Chozen), el gran personaje de la última entrega.
Para quienes nos hicimos fanáticos de Karate Kid en los ochenta por cómo se contaba en la pantalla grande la adolescencia de esos muchachos que se parecían y no se parecían a nosotros, la serie se ha vuelto imprescindible porque, de alguna forma, nos permite envejecer junto a ellos, y pensar o creer que todavía nos queda un par de décadas para seguir dando algunos de nuestros mejores golpes.