El tercer domingo de junio de 1995 cayó día 18. Celebramos el Día del Padre con un almuerzo criollo en la casa de Monterrico. Entre hermanos, tíos y primos éramos cerca de veinte personas repartidas en la terraza. En la radio sonaban valses, desde la cocina llegaba el olor del seco de cordero. Como siempre, mi padre era el foco de atención de la reunión, todos oíamos callados sus comentarios políticos ácidos e inteligentes. Aunque el médico le tenía terminantemente prohibido beber alcohol y fumar, tomaba sorbos de whisky y le daba secretas caladas a uno de sus Hamilton. Disimulaba tan eficazmente su enfermedad que algún pariente tardó media hora en darse cuenta de que estaba sentado en una silla de ruedas.
Después del postre, a eso de las cinco, cuando el sol aún no se había puesto, alguien sugirió jugar charada de películas. Hicimos dos equipos balanceados, conformados por adultos, jóvenes y niños. Cuando llegó el turno de mi padre, un integrante del otro equipo le sopló al oído el título de la película que él debía interpretar con gestos. Le tocó un título difícil: “El Gabinete del doctor Caligari”, una película de terror alemana, muda, de 1920, que ninguno de los que estábamos allí había visto, ni siquiera la persona que la mencionó en el juego. (Muchos años después, al recordar este episodio familiar, conseguí la película, vi con sorpresa que trataba de un hombre que hipnotiza a otro para que cometa crímenes, y tuve la impresión de que el vínculo entre ambos, marcado por la tiranía y la obediencia ciega, me remitía un poco a la relación que durante una época tuvimos mi padre y yo).
Muchos años después, al recordar este episodio familiar, conseguí la película, vi con sorpresa que trataba de un hombre que hipnotiza a otro para que cometa crímenes, y tuve la impresión de que el vínculo entre ambos, marcado por la tiranía y la obediencia ciega, me remitía un poco a la relación que durante una época tuvimos mi padre y yo.
Recuerdo a mi padre en el centro del círculo conformado por los participantes del juego sin saber qué mímica hacer, qué palabras cortar, qué señas enviarle a su equipo para adivinar la respuesta. Era extraño ver a un hombre tan resolutivo en los asuntos serios cotidianos, incapaz de salir airoso en la charada. La cuenta regresiva lo puso nervioso. De pronto, inesperadamente, preso de su torpeza, comenzó a reírse. A reírse como no se reía nunca, sin contenerse, sin parar, alternando las carcajadas con sus toses de fumador. Acto seguido se produjo un efecto dominó y todos los presentes, uno a uno, comenzamos a reír con él. El ambiente de la terraza se remeció con esa risa coral, contagiosa e infinita. Todo había dejado de importarnos: la metástasis de su cáncer, la incertidumbre de los días siguientes, las cuentas impagas, la dolorosa sensación de verlo vivir los minutos de descuento.
Alguien tuvo la acertada idea de tomar fotos durante ese momento, el momento de la risa. Mi padre estaba vestido con un buzo gris, una chompa azul con cuello de tortuga, un poncho rojo para protegerse del frío y una expresión de algo que no era nostalgia ni soledad, pero se parecía mucho.
Fue el mejor Día del padre de los vividos con él. También fue el último. Desde aquel domingo todas las tardes de los terceros domingos de junio son idénticas: mudas y lentas, igual que las escenas de “El Gabinete del doctor Caligari”.