Dejamos flores en el cementerio sabiendo que se marchitarán, que en pocos días vendrá alguien a removerlas o sustituirlas. La operación es repetida, mecánica, burocrática. Si la lápida es el rostro fúnebre del ausente, la flor del visitante equivale a una caricia rutinaria. Un gesto delicado, pero carente de misterio.
En cambio, la carta que se coloca sobre una tumba con la expectativa de que acompañe al muerto durante la eternidad encierra un enigma. En otras culturas, ese intento de comunicación con el más allá configura una larga tradición. En el antiguo Egipto, por ejemplo, se creía que los espíritus eran seres luminosos y movibles que podían, si se les antojaba, visitar la tierra cuantas veces desearan. Por eso los deudos, siempre con intermediación sacerdotal, usaban telas o papiros para hacerles a sus fallecidos toda clase de peticiones y exigencias. Entre los remitentes de los que hay registro se cuentan hijos que reclamaban alivio ante la enfermedad; hermanos que rogaban ayuda para salir bien librados de un juicio próximo; y hasta viudas que chantajeaban a sus maridos difuntos con no volver a limpiar su nicho si no tenían suerte en el negocio que estaban por emprender.
En esta actualidad fugaz, digital e interactiva, sin embargo, ¿cómo comprender ese arrebato que lleva a un sujeto a peregrinar hasta el lugar de descanso definitivo de un ser querido —un familiar, un ídolo— con la finalidad de dedicarle unas líneas? La idea de escribirle a un cadáver tiene algo de inútil que la hace hermosa, pero bien podría practicarse en un diario personal, un cuento o una novela. ¿Para qué dejar un mensaje de puño y letra en el mismísimo panteón? ¿Qué función epistolar cumple allí? ¿Acaso es un manifiesto? ¿Una performance? ¿Un acto de fe en otra vida? ¿O un guiño vacuo y oportunista? ¿Un suvenir al revés? ¿Una muestra de afecto en el límite de la gratitud y el postureo?
En el antiguo Egipto, por ejemplo, se creía que los espíritus eran seres luminosos y movibles que podían, si se les antojaba, visitar la tierra cuantas veces desearan.
Al contrario de los pésames y dedicatorias ordinarios que circulan en los muros de Facebook, que se pierden entre otros idénticos y acaban fagocitados por la red, la carta física al muerto —además de entrañar cierta épica supersticiosa ante lo desconocido (finalmente, nadie ha probado que las almas no puedan leer)— aspira noblemente a beber un poco de la posible inmortalidad de su destinatario.
Creo en la vigencia de esa costumbre romántica (o más bien necrófila). He dejado cartas al pie de tres tumbas literarias: la de Borges en el cementerio de los reyes en Ginebra, la de Kafka en el Nuevo cementerio judío de Praga, y la de Herman Melville en el cementerio de Woodlawn en Nueva York. Pero en ningún camposanto me sentí más tentado de escribir cartas como en el cementerio de Montparnasse de París. La única vez que fui, sobre el mármol de los escritores que visité —Vallejo, Cortázar, Marguerite Duras, Baudelaire, Sartre, Simone de Beauvoir, Beckett— vi cómo se desordenaban por igual hojas de cuaderno mal arrancadas que contenían recados urgentes, algunos desesperados, otros melancólicos, y que se mantenían en su lugar gracias a piedrecitas usadas como pisapapeles. Al lado de esas notas se advertía una infinidad de dibujos hechos en boletos de metro, lapiceros sin tinta, lápices sin punta, ramas secas, espejos rotos, fotos amarillas.
En la tumba de Cortázar me desconcertó abrir un papelito que decía «ché, ¿qué hacés leyendo la correspondencia del maestro?». Por el contrario, en la de Vallejo me llamó la atención no encontrar un solo mensaje. Después entendí: se cumplía un aniversario de su muerte, así que habían quitado todo elemento de la superficie para acomodar tres arreglos oficiales y una bandera peruana doblada en cuatro. Se podían leer, sí, el epitafio conocido: «César Vallejo, quien quiso reposar en este cementerio», y la inscripción grabada por su viuda Georgette: «He nevado tanto para que duermas», alusiva a las muchas dificultades burocráticas que debió superar en el (controvertido) traslado del ataúd del poeta del cementerio de Montrouge a Montparnasse.
Inspirado quizá por los vinos que había bebido en el almuerzo, o por la lluvia repentina que comenzó a caer, o tan solo por la presencia espectral de aquella multitud de calaveras ilustres, me animé a dejarle a Vallejo una esquela que era una humilde respuesta al famoso último verso del poema «Los nueve monstruos»: «hay, hermanos, muchísimo que hacer». «Cholo querido», le escribí de cuclillas, «seguimos sin hacer nada».
(Nota: esta es mi última colaboración en este muro. Agradezco sinceramente a los responsables de la Fundación BBVA en el Perú por haberme dado la oportunidad de compartir aquí mis columnas a lo largo de siete años)