En esta semana de Halloween, más que de brujas se me antoja hablar de vampiros. Hace unos días, aquí en Madrid, caminando por la calle Modesto Lafuente, pasé delante de la ventana de la pequeña librería Modesta y quedé hechizado. Del otro lado del vidrio, ocupando la portada de un libro de tapa dura, con las venas de los ojos reventadas, la boca teñida de sangre, los incisivos afilados, y con un gesto en el rostro de animal que lleva meses sin probar bocado, estaba el londinense Christopher Lee en su papel histórico, Drácula.
Entré de inmediato y permanecí una hora revisando el libro. Su título era bueno —«Una de vampiros: cine y series de colmillos, sangre y crucifijos»— pero su advertencia era mejor: «tenga cuidado al abrirlo, la sangre mana de sus páginas». Ambas frases resultaron música celestial en los oídos de alguien que, como el suscrito, arrastra una vieja fascinación por el horror, pero no tanto el horror ex profesamente sanguinolento que puede verse en películas tipo El juego de la Muerte, Hostel, o Destino Final, sino el horror clásico, el de monstruos, el de esas películas góticas o quizá expresionistas como Frankenstein, La Momia, El Hombre Lobo, El Cuervo, El doctor Jekyll y Mr. Hyde, El Museo de Cera y, desde luego, Drácula.
Así como todas las generaciones tienen un James Bond (el mío es el ya fallecido Roger Moore), se puede decir lo mismo de Drácula. Entre los actores que mejor lo personificaron, el húngaro Bela Lugosi me resulta muy antiguo y el inglés Gary Oldman muy nuevo, así que es Christopher Lee a quien siempre he asociado y asociaré con el mítico vampiro, personaje nacido, como todos saben, de la novela «Drácula», escrita por el irlandés Abraham Stoker. Bram para los amigos.
Entre los actores que mejor lo personificaron, el húngaro Bela Lugosi me resulta muy antiguo y el inglés Gary Oldman muy nuevo, así que es Christopher Lee a quien siempre he asociado y asociaré con el mítico vampiro, personaje nacido, como todos saben, de la novela «Drácula», escrita por el irlandés Abraham Stoker.
Cabe decir que Stoker disfrutó del éxito de su obra cumbre (publicó «Drácula» a los cincuenta años, recibiendo elogios, entre otros, de Arthur Conan Doyle y Oscar Wilde, una de cuyas primeras novias acabó siendo esposa de Stoker), pero murió a los 64 de sífilis, enfermedad que contrajo visitando prostíbulos en París. Hoy se le recuerda como un autor mediocre que escribió un libro genial, un libro de casi 600 páginas donde el Conde, por cierto, no aparece en más de veinte.
Lo que encontré en «Una de vampiros» (editorial Diabolo) fue una completa revisión hecha por los autores (Juan Luis Sánchez y Luis Miguel Carmona) de aquellas cintas que hicieron tan popular la mitología del sensual chupasangre que dormía en ataúdes, hipnotizaba mujeres jóvenes, se convertía repentinamente en murciélago, desaparecía frente a los espejos, eludía collares de ajo, y cuyos poderes se veían severamente mermados tanto si se exponía a la luz del día como si le arrojaban agua bendita o le mostraban un crucifijo. La única forma de eliminar a un ser así de malévolo era clavándole una estaca en el corazón mientras dormía, tarea sucia que el doctor Van Helsing, el más convincente caza-vampiros de la pantalla grande, cumplía con absoluto profesionalismo.
En todas las versiones de Drácula que produjo la celebre productora Hammer entre los años sesenta y setenta, lo que más me gustaba (y aterraba) de Christopher Lee era su maestría a la hora de claudicar. El Conde siempre era derrotado por Van Helsing, pero Lee lo hacía con tanta clase, se derretía en el hielo o era reducido a cenizas con un sentido tan británico de la dignidad, que siempre quedaba en el espectador la incómoda sensación de que la maldita criatura resucitaría a tiempo para peinarse, ajustarse la capa y quedar listo para protagonizar la siguiente parte de la película.
Anoche, como antesala de Hallooween, inicié a mi hija de 1 año en este subgénero del terror. Nos sentamos (a oscuras) a ver «El Pequeño Vampiro» y fue un éxito: la niña no pegó un ojo hasta el final, seducida por las tumbas del cementerio, las vertiginosas cornisas de los castillos, la velocidad de esos animados vampiros adolescentes que volaban como ratas. Sin duda he ganado una adepta para mi pequeña secta. Lo único malo es que ya no sé si este miércoles aún querrá ir a la guardería con su flamante disfraz de pollito.