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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 15 de enero del 2021

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 15 de enero del 2021

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Más que en la obra de Arguedas quisiera detenerme en aquellos eventos que la impulsaron, que forjaron los libros por los cuales los peruanos lo reconocemos y admiramos. No es difícil identificar esos hitos biográficos: él mismo se encargó de puntualizarlos y narrarlos, a veces de manera simbólica, otras ateniéndose fielmente a sus recuerdos de infancia y adolescencia. 

Podría decirse en buena cuenta que la existencia de Arguedas estuvo, desde muy temprano, definida por la búsqueda incesante de un lugar en el mundo, y hasta podríamos especular que, si finalmente decidió suicidarse, a los 58 años, fue, entre otras cosas, porque nunca llegó a encontrarlo realmente. 

Su padre, Víctor Manuel Arguedas, hombre de ojos azules y barba rubia, era un abogado que provenía de la clase señorial del Cusco, mientras su madre, Victoria Altamirano, mestiza, pertenecía a una acaudalada familia de comerciantes de Andahuaylas, de modo que José María nació en un hogar pudiente, de alcurnia provinciana. Pronto, sin embargo, los episodios dolorosos trastocarían esa seguridad.   

A los tres años, su madre muere producto de cólicos hepáticos, y como el padre debe ausentarse por trabajo es la nodriza quien se ocupa de cuidarlo. Al cabo de unos años, ya en Ayacucho, don Víctor Manuel contrae segundas nupcias con doña Grimanesa Arangoitia viuda de Pacheco, mujer déspota, dueña de tierras y ganado en la provincia de Lucanas. 

Podría decirse en buena cuenta que la existencia de Arguedas estuvo, desde muy temprano, definida por la búsqueda incesante de un lugar en el mundo

A la casa de esa mujer fue a parar José María con siete años. Allí extrañó a diario a su padre, que viajaba constantemente, y sufrió el rencor, menosprecio y hostigamiento tanto de su madrastra como de su hermanastro Pablo Pacheco. La primera lo obligaba a comer y dormir en la cocina, en una batea para amasar el pan, junto con la servidumbre indígena. El segundo lo golpeaba, lo consideraba su sirviente («no vales ni lo que comes», le decía) y lo forzaba, entre muchas otras cosas, a ver cómo los vecinos abusaban sexualmente de las mujeres del pueblo. 

Tales maltratos solo se suspendían los domingos, cuando don Víctor Manuel llegaba a visitar a la familia: entonces al niño lo vestían bien y le permitían almorzar en el comedor. Apenas el padre se marchaba, las vejaciones se reanudaban. Muchos años más tarde Arguedas se referiría a aquella etapa con verdadera gratitud hacia los indios, que lo acogieron, consolándolo de la orfandad materna y el ‘abandono’ del padre. Además del quechua y las tradiciones locales, aprendió de ellos a interpretar la naturaleza, a los tábanos, los jilgueros, la lluvia, los ríos, las piedras. Aprendió a amar todo aquello, pero también a despreciar a quienes hacían padecer a los indígenas. Arguedas se sentía muy identificado con ellos, aunque en el fondo sabía que no compartía su mismo origen. Desde muy temprano entonces sintió la disociación, la fractura, la ambigüedad respecto del sitio al que pertenecía. ¿Qué era exactamente?, ¿un blanco expulsado de su centro?, ¿un indio por adopción? Quizá allí comenzó a surgir dentro suyo la urgencia por integrar universos divididos, unir mitades irreconciliables, y revolver en una sola todas las sangres.  

¿Qué era exactamente?, ¿un blanco expulsado de su centro?, ¿un indio por adopción?

Tampoco debió pasarlo bien cuando, a los quince años, fue inscrito en un colegio de Ica, el San Luis Gonzaga. No solo porque ese cambio significó alejarse por completo de la ruralidad en la que había crecido, sino porque sus compañeros, y hasta el propio director, lo llamaban despectivamente «serrano» buscando dejarle en claro que su estatus andino de nada le valía entre la gente de la Costa. Por dos años sufrió el escarnio y los prejuicios de los demás. Para colmo, un año antes, en un accidente en Apurímac, había perdido parte de dos dedos de la mano derecha, lo cual le generó cierto complejo (y cierta culpa, pues se dice que interpretó la mutilación como un castigo por haberse masturbado). 

A los veinte ingresó a San Marcos. Meses después, en 1932, murió su padre, a quien amaba profundamente a pesar de las prolongadas ausencias durante los años de su formación. Al drama de la orfandad paterna le siguió la pesadilla de la reclusión. Fue en 1937, cuando con veintiséis años resultó apresado por participar en manifestaciones en San Marcos contra el general Camoratta, enviado de Mussolini al Perú por invitación del presidente Benavides, quien no ocultaba sus simpatías fascistas. Arguedas pasó ocho meses en la cárcel y de esa experiencia nació la novela ‘El Sexto’. 

En general, Arguedas supo convertir sus frustraciones en literatura. Lo interesante de su obra es que la vitalidad autobiográfica adquiere espesor de denuncia frente a temas como el mestizaje, las desigualdades sociales, el indigenismo y la migración. Esas preocupaciones, así como su permanente desconfianza respecto del porvenir, figuran en sus poemas y cuentos tanto como en las novelas que los consagraron: «Los ríos profundos», «Todas las sangres» o «El zorro de arriba y el zorro de abajo», su libro póstumo. 

Claro que la consagración se tardó en llegar. Lo que Arguedas conoció fue la resistencia a su obra. Es muy recordada, por ejemplo, la Mesa Redonda realizada en el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) en 1965, donde un grupo de académicos –José Miguel Oviedo, Sebastián Salazar Bondy, José Matos Mar, entre otros–, frente al propio autor, desacreditaron «Todas las Sangres», que había aparecido el año anterior, señalando que no reflejaba la realidad peruana y que no podía considerarse «un testimonio sociológico». 

Esas preocupaciones, así como su permanente desconfianza respecto del porvenir, figuran en sus poemas y cuentos tanto como en las novelas que los consagraron: «Los ríos profundos», «Todas las sangres» o «El zorro de arriba y el zorro de abajo», su libro póstumo. 

Arguedas, que era un hombre sensible, melancólico, y que para entonces ya sufría de neurosis encarando en más de una oportunidad cuadros de depresión dominados por el insomnio, la angustia y el decaimiento, reaccionó soltando una frase desoladora que se haría célebre: «Si esto no es un testimonio, yo no he vivido, o he vivido en vano». 

Esa misma noche, en su diario, junto con oscuras alusiones a su matrimonio (con Celia Bustamante, de quien acababa de divorciarse), se refirió a aquel incidente: 

«Creo que hoy mi vida ha dejado por entero de tener razón de ser. Destrozado mi hogar por la influencia lenta y progresiva de incompatibilidades entre mi esposa y yo; convencido hoy mismo de la inutilidad o impracticabilidad de formar otro hogar con una joven a quien pido perdón; casi demostrado por dos sabios sociólogos y un economista, también hoy, de que mi libro ‘Todas las sangres’ es negativo para el país, no tengo nada que hacer ya en este mundo. Mis fuerzas han declinado creo que irremediablemente…»

Arguedas intentó matarse por primera vez en abril de 1966 tomando barbitúricos. Tres años más tarde, el 28 de noviembre de 1969, en un salón de la universidad Agraria de La Molina, se disparó un balazo en la sien, pero recién moriría a los cinco días. En su despedida, en el cementerio El Ángel, no faltaron los violines, los charangos ni los danzantes andinos. 

Este año, el del bicentenario, en el que deberíamos revisar más que nunca nuestra identidad para intentar comprender lo que nos une y nos fragmenta, leer a Arguedas es tarea indispensable. Nuestra mirada del Perú no volverá a ser la misma.  

 

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