Cuando alguien veía sus cuadros, sentía mucha vergüenza. “Es como si me estuvieran viendo por dentro”, dijo alguna vez la pintora que no era “ni arbitraria, ni caprichosa, ni odiosamente intelectual”, según el diálogo en forma de poema escrito por su amigo José Watanabe. ¿Cómo era Tilsa Tsuchiya por dentro? ¿Cómo se moldea el mundo interior de una artista capaz de crear universos simbólicos habitados por seres imposibles?
Tilsa fue hija de Yoshigoro Tsuchiya, médico japonés que llegó al Perú en 1905, y de María Luisa Castillo, peruana descendiente de chinos. Nació en Supe y quiso estudiar piano y medicina, quiso aprender a cocinar y ser ama de casa, pero un día vio una reproducción de un cuadro de Rembrandt y tomó una decisión. “Yo quiero ser Rembrandt”, dijo convencida.
"Yo quiero ser Rembrandt”
Su nombre proviene de Ben-Hur, el libro de Lewis Wallace que su madre leyó y, específicamente de Tirzah, la hermana del protagonista. Esta marca de nacimiento, un nombre único e inventado como el mundo que más tarde recrearía en sus cuadros, trazaría el destino de una artista irrepetible.
Poco antes de cumplir los 20 años ingresó a la Escuela de Bellas Artes, pero tuvo que interrumpir sus estudios por la enfermedad y muerte de sus padres en el lapso de tres años. “El dolor no se cuenta, se pinta”, dijo en una entrevista. Y así aprendió a pintar lo invisible: el tiempo, el enigma, la soledad, la muerte.
Separada temporalmente de la escuela, Tilsa tuvo al primero de sus dos hijos y abrió una vidriería y taller de enmarcado, junto a su hermano Wilfredo, en la avenida Petit Thouars. En sus ratos libres, como abducida por una vocación irrenunciable, realizaba copias de cuadros de Van Gogh o Miró.
Reingresó a Bellas Artes y se inscribió en los talleres de Carlos Quizpez Asín y Ricardo Grau. Todo lo que hacía era diferente. Sus personajes híbridos, a medio camino entre el cielo y la tierra, entre el sueño y la vigilia, iban tomando forma. “Para mí, mi pintura es bien real. Es lo más realista que hay, los sueños son reales”, dijo en la entrevista que le concedió al poeta Juan Ramírez Ruiz.
“Para mí, mi pintura es bien real. Es lo más realista que hay, los sueños son reales”
Después de obtener premios y reconocimientos, entre otros la Gran Medalla de Oro de su escuela, se fue a París en los años sesenta para continuar su formación en L’école des Beaux-Arts y en La Sorbona. Allá se casó, tuvo a su segundo hijo, vivió más de una docena de años y regresó. En Lima, ahora instalada en una casa en Breña, se dedicó a pintar todas las mañanas para aprovechar al máximo la luz. Por la noche dibujaba.
Tenía fama de ser una mujer hermética y solitaria, pero ella lo desmintió en la entrevista a Ramírez Ruiz, realizada en 1975. “Yo tengo muchos amigos, me traen flores, me llaman por teléfono, yo creo en la amistad”, dijo. Prueba de ello fue su relación con José Watanabe y Lorenzo Osores, dos veintañeros entusiastas que quedaron profundamente impresionados con su exposición y fueron a tocarle el timbre de su casa. Los recibió con alegría y té. Se volvieron inseparables hasta el fin de sus días.
Tilsa ilustró el poemario Noé delirante, del poeta Arturo Corcuera, con quien estuvo hermanada en la amistad y en la creación de seres imaginarios y fabulosos. Era una artista que se mantenía gracias a su trabajo en tiempos donde todavía era más ingrato vivir de la creación. Rafael Lemor, dueño de la galería Camino Brent y amigo cercano, confiaba tanto en su talento que le compraba los cuadros en blanco, por adelantado, sin saber qué pintaría o sabiendo que, en cualquier caso, sería una obra maestra.
Tilsa ilustró el poemario Noé delirante, del poeta Arturo Corcuera, con quien estuvo hermanada en la amistad y en la creación de seres imaginarios y fabulosos.
Antes de morir, Tilsa le devolvió unos libros a José Watanabe. Uno de ellos tenía un separador en un haiku premonitorio que subrayó con un lápiz. “Luego de haber visto la luna / dejo esta vida / con su bendición”. Falleció a los 55 años víctima de un cáncer. Suyo es el puma azul que sobrevuela un paisaje andino, el pelicano cuya ala se convierte en el viento o la pareja sin brazos con las lenguas anudadas a la que llamó Tristán e Isolda, como la ópera de Wagner que escuchaba mientras pintaba.
Tilsa Tsuchiya dejó una producción de no más de 200 obras, una serie de cuadros inspirados en mitos peruanos y en la tradición japonesa, universos fantásticos a los que no se puede entrar de manera informal. Ingresar a sus cuadros es formar parte de un sueño, de un espacio impregnado de magia y misterio, de un lugar sagrado que siempre nos permitirá mirarla por dentro.
Tilsa Tsuchiya (1928-1984)