“Todas las comidas son ricas, depende como las prepares”, solía decir quien nació con un don para conjurar a la cebolla, el ají, la sal, la pimienta y el comino, sus ingredientes indispensables para crear sus emblemáticos platos criollos. La guisadora, jamás llamada chef porque no le gustaba el término, pensaba que el secreto de cada quien estaba en saber mover la muñeca. La suya, por supuesto, era superdotada.
Nació en 1934 en Lince, en un hogar donde la comida era un lugar feliz, pero también una forma de ganarse la vida. Su madre, Luz Divina Gonzáles, era una cocinera nata, oriunda de San Luis de Cañete. La pequeña Teresa la acompañaba a los almuerzos que preparaba por encargo.
Teresa solo pudo estudiar hasta quinto de primaria. A los 8 años preparó su primer turrón de Doña Pepa, a los 10 su primer ají de gallina y a los 14 la carapulcra que acompañaría siempre con una sopa seca. Sin embargo, su madre quiso alejarla de los fogones. No quería que fuera como ella, quería que su hija tuviera una carrera y una vida distinta, mejor, sin saber que la grandeza la encontraría, precisamente, en la herencia familiar y en la cocina.
De todas formas, le hizo caso. Decidió estudiar obstetricia, bajo la lógica de que los niños y niñas no dejarían de nacer y, por lo tanto, nunca le faltaría trabajo. No pudo. Se desmayó en la primera clase. Entonces, empezó a trabajar como niñera, aunque su verdadera pasión se apoderaba de ella cuando preparaba postres en sus ratos libres.
De todas formas, le hizo caso. Decidió estudiar obstetricia, bajo la lógica de que los niños y niñas no dejarían de nacer y, por lo tanto, nunca le faltaría trabajo. No pudo.
Se enamoró, se casó y tuvo a su única hija y heredera de su don, Elena Santos. También conoció el desamor y la tristeza, vivió un duelo prolongado al perder a su madre, de quien lo había aprendido prácticamente todo. Teresa logró recuperarse, se hizo más fuerte frente al dolor y empezó a vender anticuchos, picarones y cau cau.
La vida no era fácil y ella era una madre prácticamente sola, pero tenía una enorme capacidad de trabajo. En 1978, Teresa logró lo impensable: inauguró el restaurante El rincón que no conoces. Al principio solo atendía a seis mesas. Ella aprendió a multiplicarse: cocinaba, servía y cobraba.
Su especialidad era el recetario de siempre, la comida criolla que había aprendido de su madre, los frejoles que cocinaba de más de treinta formas distintas, el lomo apanado con tallarines verdes, la causa limeña, el ajiaco de papas, el sancochado, la papa a la huancaina y todos esos platos que representaban una identidad y un talento.
Pero, por encima de todo, estuvo siempre su cercanía, su carisma y, como dijo Gastón Acurio, “su sabiduría siempre llevada con humildad”.
En busca de todos esos platos extraordinarios cada vez fueron llegando más personas a su local en el distrito de Lince. Tuvieron que ampliar el equipo, se involucró su familia y el restaurante creció en mesas, fama y corazón.
En busca de todos esos platos extraordinarios cada vez fueron llegando más personas a su local en el distrito de Lince. Tuvieron que ampliar el equipo, se involucró su familia y el restaurante creció en mesas, fama y corazón.
En 2008, la Sociedad Peruana de Gastronomía (Apega) y PromPerú le entregaron el Ají de Plata en reconocimiento a una carrera extraordinaria. La Cancillería, por su parte, le hizo entrega de la Orden al Mérito por Servicios Distinguidos en el Grado de Gran Oficial. Recibió otras muchas distinciones. Nadie se escapaba a su sazón. Publicó un libro Teresa Izquierdo en familia: vida y recetas de la Mamá de la Cocina Peruana, se convirtió en una voz autorizada, en una figura emblemática.
Se han cumplido 11 años de su partida, la gastronomía peruana siempre la echará de menos, pero El rincón que no conoces mantiene vivo el espíritu de quien solo necesitaba “candela y un frigider” para convertir un restaurante en una casa abierta al mundo.
Teresa Izquierdo (1934 – 2011)