En 1962, durante el invierno más crudo del Reino Unido en los últimos 100 años, Sylvia Plath atravesaba problemas financieros, tenía a sus dos hijos enfermos, y acababa de descubrir que su marido, Ted Hughes, le era infiel. Faltaban ocho meses para que tomara la trágica decisión de quitarse la vida de la forma que todos conocemos (la cabeza en el horno, los niños en la habitación). Aun así, en medio de una situación calamitosa en la que empezó a fumar y se volvió adicta a las pastillas para dormir, trabajó todas las madrugadas con la disciplina de un monje para dejar por escrito su último aliento de vida, Ariel, el poemario que más tarde la convertiría en un ser inmortal.
Sylvia Plath fue una niña con un coeficiente intelectual superdotado que aspiraba a la posteridad. A los 8 años publicó su primer poema en un periódico de Boston y a partir de entonces encadenó con optimismo publicaciones en periódicos y revistas, pero la temprana muerte de su padre, a causa de una diabetes mal tratada, le perforó el alma por primera vez. Todo lo que brotó de esa herida abierta lo dejó por escrito en sus diarios, que prácticamente cubren toda su vida y han servido para comprender los mecanismos de la creadora genial, de la mujer inconforme en permanente lucha interior, de la mente brillante y atormentada.
De los diarios y correspondencia de “la chica a la que le pasan cosas”, como se refería a sí misma, o la que “quería ser Dios” se desprende una mirada aguda sobre el mundo, desde la torta de naranja y el estofado de carne que le gustaba preparar hasta su deseo de llevar una vida de orientación renacentista. A partir de la extracción de una muela del juicio es capaz de hacer una reflexión sobre el hombre primitivo y la evolución humana al mismo tiempo que describe el color y la música desde un auto que la lleva de regreso a casa. Su nivel de autoconsciencia es angustiante. Es una incansable espectadora de sí misma. Le manda cartas a su madre, a su psiquiatra, a sus amigos y en todas ellas muestra ambición, deseo y planes, muchos planes: enseñar, publicar, tener una voz propia, crecer como artista.
Pero, por debajo de toda esa energía, un río como un chocolate espeso la recorría por dentro.
“No sé por qué podría estar terriblemente melancólica, pero tengo ese sentimiento miserable de nadie me ama”, escribe en su diario cuando todavía es una estudiante que se cuestiona el matrimonio y los hijos por temor a perderse en el otro, por “temor a perder el deseo de trabajar fuera del reino de mi pareja”. Aun así, se casó con el poeta Ted Hughes, con quien tuvo una conexión literalmente cósmica al principio (ambos se interesaron por la Ouija y la astrología). Sylvia y Ted cuidaron de un pez, un pájaro y un gato. Luego llegó la primera hija, Frieda. Mientras Sylvia amamantaba a su segundo hijo, Nicholas, escribió en seis meses su primera y única novela, The Bell Jar, un descenso a los infiernos de la depresión en la voz de la estudiante Esther Greenwood, su alter ego.
En ese período de efervescencia creativa poco antes de morir, Sylvia escribió el poema Lady Lazarus, que alude al personaje bíblico que Jesús resucitó, pero también a su propia biografía, cuando estuvo a punto de morir ahogada a los 10, cuando intentó suicidarse por primera vez a los 20 y cuando está a punto de agotar las 9 (7 en nuestra parte del mundo) vidas de un gato. “Morir es un arte, como todo / Y yo lo hago excepcionalmente bien”, dice el poema. Y esa es la misión que la autora emprende.
En la extraordinaria biografía The Silent Woman, Janet Malcolm dice que, para todos sus lectores, Sylvia Plath siempre quedará congelada en el tiempo con toda su rabia e incomprensión. “Ella nunca llegará a la edad en que los alborotos de la joven adultez pueden ser mirados hacia atrás con simpatía y sin ira ni venganza”, escribe.
“No sé por qué podría estar terriblemente melancólica, pero tengo ese sentimiento miserable de nadie me ama”
Para Ted Hughes, en cambio, hay una lectura renovadora en las “muchas máscaras de Sylvia Plath”. “La parte positiva (más familiar en términos religiosos)”, dice, “es la muerte de un falso yo viejo” en aras del nacimiento “de un nuevo yo verdadero”.
De esta teoría se podría deducir que, en algún lugar, Lady Lazarus renace todo el tiempo, se reinventa y vuelve llena de vida para alimentar su propia leyenda y hacer explotar nuestros corazones.
Sylvia Plath (1932-1963)
Imagen © summonedbyfells en Flickr.