Ingreso a la exposición de Fernando Botero en la sala del Ayuntamiento de Madrid y me recibe la famosa «Mujer en el baño». Se trata de un óleo de gran formato donde se aprecia a una muchacha corpulenta que, desnuda, de espaldas al espectador, se toma los cabellos mientras parece escudriñar sus facciones en un espejo de baño. Solo se nos muestra el reflejo de la mitad del rostro del personaje, pero eso basta para advertir su expresión ambigua: lo mismo podría estar pensativa que enojada que a punto de llorar. El baño de mayólicas verde agua es minúsculo; aunque la hoja de la puerta está abierta, resulta claustrofóbico. Notamos los bordes del lavabo, el inodoro y una bañera de cuyos grifos caen lentos chorros de agua que alteran la aparente inmovilidad de la escena.
Lo que llama la atención en este y los demás cuadros de Botero es la intencional falta de proporción de todos los elementos. La obesidad de las criaturas vivas así como la redondez de los objetos inanimados parecen consustanciales a su forma, como si no pudieran ser concebidos de otra manera, como si hubieran nacido al mundo con esas dimensiones y las mantuvieran. Los bebés son robustos, pero también los perros, los caballos, las guitarras, las montañas, los cuchillos, los sombreros, las frutas, los árboles.
Lo delgado, lo esbelto, lo enjuto son categorías sin cabida en el imaginario de Botero. De ahí que su fama de «pintor de mujeres gordas» resulte una caricatura falaz, pues al no existir el concepto de flaqueza en su universo, tampoco se justifica la existencia de su contrario, la gordura. Lo que sí tenemos es un orden regido por el desorden, por la transformación del volumen, marca de estilo que el pintor colombiano explica como consecuencia directa de sus raíces latinoamericanas. Y tiene sentido: la exageración nos es intrínseca a los habitantes de esta parte del mundo. Sea en la comida, la bebida, el baile, las tradiciones, el folclor, la demostración de los afectos, o en el propio relato de nuestra cotidianidad, nos suele ganar la desmesura o, lo que es lo mismo, la falta de contención.
Camino por las salas admirando los cuadros inspirados en los recuerdos de infancia y juventud de Botero, cuadros poblados por músicos, señoronas sensuales y hombres de poder. Me detengo unos minutos en «Las Hermanas», donde cinco mujeres orondas aparecen rodeadas de gatos y cuadritos con motivos piadosos. En la rigidez corporal de las hermanas, en la sobriedad de sus peinados y en la monocromía de sus trajes de dos piezas bordadas se adivina el conservadurismo imperante en la clase media de la Medellín de mediados del siglo veinte. No obstante, por las noches, esa misma ciudad se abre a un jolgorio inacabable que Botero representa mediante una coreografía de guitarristas, bailarines y borrachos que frecuentan fiestas a la intemperie y amanecen semidesnudos en burdeles.
Ese tono de humor y denuncia social no es exclusivo de los cuadros urbanos del pintor, sino que está presente en el resto de su obra; inclusive en los cuadros de índole religiosa. Además de recrear ciertos episodios bíblicos y retratar de santos (en 1977 pintó a una Santa Rosa de Lima entrada en carnes), Botero reúne a aparatosos obispos, nuncios y cardenales blandiendo báculos y camándulas, dándose siestas y baños teatrales. Más que irreverencia lo que encontramos es un aprovechamiento artístico del color y el drama propios de la puesta en escena clerical.
Avanzo y de pronto me topo con el tributo que hace el pintor a sus grandes maestros: versiones gigantes, deformes, de cuadros emblemáticos de Velásquez, Leonardo, Jan van Eyck o Piero della Francesca, por quien se siente profundamente influenciado.
La penúltima sala está dedicada una de las obsesiones del artista: la tauromaquia. Plazas colmadas, toros rechonchos, toreros que apenas caben en sus trajes de luces. En los cuadros de esta serie el color es un estallido. Sin embargo, es interesante cómo la mirada del autor, a la vez que se fascina con el estrépito de la fiesta brava, no duda en mostrar su lado más violento.
Y, por último, los óleos de tema circense, inspirados en el descubrimiento que hizo Botero en México de un circo ambulante que le recordó a los circos pobres de su infancia en Medellín. Ahí están los equilibristas, domadores, payasos sobre zancos, forzudos, trapecistas, todos reunidos en un espectáculo de irrealidad, de trastocado volumen, pero a la vez mostrando las penurias de su vida nómade.
Hay quienes critican a Botero diciendo que es un pintor naif, repetitivo, carente de una base artística sólida. Puede discutirse. Lo que nadie se atrevería a reprocharle nunca es falta de vocación y de esfuerzo. Lo sustenta bien el canadiense Don Millar, director del documental «Botero: una mirada íntima a la vida y obra del maestro», estrenado en enero de este año. A la pregunta de qué es lo que más le conmueve del pintor colombiano, Millar responde: «A los 86 años usa todo el tiempo palabras como ‘aprender’ y ‘descubrir’; sigue tan emocionado y apasionado como cuando tenía 15. Eso es muy inspirador».
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