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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 29 de enero del 2021

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 29 de enero del 2021

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Recuerdo estar en Barranco, en casa de mi amigo Diego La Hoz. Es una tarde de 1993, nos hemos tirado la pera a la universidad y leemos nuestros poemas aún inéditos, seguros de que algún día verán la luz. De pronto Diego señala una caja de cartón colocada en el suelo, en una esquina, y me pide abrirla. Fue la primera vez que los vi y toqué; no recuerdo haberlos tenido tan cerca después. Me refiero, por supuesto, a los cuadernos de Lucho Hernández, los míticos cuadernos escolares, espirales, marca Minerva, donde escribía poemas, prosas y citas a mano con plumones Faber Castell de diferentes colores –aplicándose en la caligrafía («tengo una letra linda, linda, linda», diría en una entrevista)–, y acompañándolos de pentagramas, collages, tiras cómicas, partituras musicales, fotografías, recortes periodísticos o dibujos de animales, desde jirafas y elefantes hasta malaguas.

El dueño de ese tesoro era el padre de Diego, el también poeta Luis La Hoz, uno de los amigos más cercanos de Hernández. Dentro de la caja de cartón habría unos doce o quince cuadernos, y por supuesto Diego y yo pasamos el resto de aquella tarde hojeándolos para confirmar, ya no solo que nuestros poemas eran infames en comparación, sino que Hernández era el tipo de poeta al que había que leer, imitar, plagiar, rendir culto.

«Soy Luisito Hernández
CMP 8977
Ex campeón de peso welter
Interbarrios; soy Billy
The Kid, también,
Y la exuberancia
De mi amor
Hace que se me haga
Un nudo en el pulmón
Y el Amor lo vierto»

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Tales cuadernos, llamados autógrafos, ológrafos o también ‘cuadernos del clóset’ y que suman alrededor de setenta, nacieron como una suerte de protesta al circuito editorial formal. Animado por el gran Javier Sologuren, había publicado antes dos poemarios, «Orilla» (que acaba de cumplir seís décadas de aparición) y «Charlie Melnick» (1962). En 1965 se presentó al concurso ‘El Poeta Joven del Perú’ con su siguiente poemario, «Las Constelaciones». Quedó en segundo lugar (ganó Washington Delgado) y recibió críticas muy desfavorables por las razones equivocadas: emplear argot callejero, recurrir a un tono coloquial e irónico y echar mano de citas; es decir, todo aquello que caracterizaría a la poesía de los siguientes años. También se le reprochaba mantener una suerte de anomia política en años en que tener una postura ideológica parecía un deber artístico. De esa decepción con el entorno intelectual y de una enfermedad que lo mantuvo recluido varios meses, Hernández surgió con su gran proyecto artesanal y comenzó a escribir con total libertad en sus cuadernos, la parte más importante y original de toda su obra. Los cuadernos llevaban títulos del tipo ‘La luna en el laberinto’, ‘Elegías’, ‘Una impecable soledad’, ‘El curvado universo’, ‘La avenida del cloro eterno’, ‘El sol lila’, ‘El estanque moteado’ o ‘Los cromáticos yates’, y estaban colmados de personajes o alter egos suyos, como el memorable Gran Jefe Un Lado del Cielo. En lugar de publicarlos, entregaba sus cuadernos a amigos y desconocidos y los hacía circular como un secreto o como un virus. Sus poemas se vuelven un rumor amable que se propaga, que viaja de boca en boca, una pesada gota de tinta china que no puede sino crecer y expandirse.

«Yo hubiera sido Premio Nobel de Física, pero el sol, la cerveza, la playa, la coca cola, los parques y un amor me lo impidieron»

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Pero la feligresía hernandiana no solo se rinde ante el trabajo del poeta, también abraza su biografía, su ternura, su enfermedad, su rareza, su oscuridad, su alucinante y cotidiano viaje de la vitalidad al dolor, su fatal desenlace. Estudió medicina casi por tradición familiar, pero su esencia se repartía entre la poesía, la música, el mar, la astronomía, la calle y los amigos. «La cosa es vivir, no importa lo demás. Hay una película japonesa titulada Vivir, es el título más hermoso que he leído en mi vida», le dijo en 1975 al escritor y periodista Alex Zisman. En esa misma entrevista explicó sus prioridades del siguiente modo: «Lo que más me gusta de la vida es el aserrín, los bares, el mar, las esquinas y nada más. La medicina es lo que me ha impuesto la sociedad, no es mi manera de ser auténtica. Mi manera de ser es estar en una esquina ocho horas o en un bar mirando o leyendo un periódico que por supuesto no leo».
Ejerciendo la medicina, Lucho Hernández buscaba lo mismo que con la escritura, pues sostenía que la poesía «hace que se sufra menos». Para él la palabra tenía unos efectos analgésicos o curativos, pero al mismo tiempo insuficientes: «sería una vanidad espantosa decir que las cuatro tonterías que he escrito sirven para calmar el dolor. Cualquier cosa que escribas no es nada. Las cosas suceden igual sin ti o contigo, escribas o no, hables o no. Esa es la gran verdad».

«Mi país no es Grecia,
Y yo (23) no sé si deba admirar
Un pasado glorioso
Que tampoco es pasado.
Mi país es pequeño y no se extiende
Más allá del andar de un cartero en cuatro días
Y a buen tren»

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Son reveladoras las expresiones que usan sus hermanos y amigos de barrio de Jesús María para describirlo. «Un nerd valiente». «Un niño flaco al que había que proteger». «Un tímido que no encajaba». «Un tipo callado, difícil, encantador y detestable». «Un superdotado». «Un niño que pasaba inadvertido o que sobresalía demasiado». «Un chico travieso, irónico, mordaz». «Un magneto muy fuerte». «Tenía sensibilidad de loco pero sin tendencia a enloquecer». «Era humilde, soberbio, de núcleo esquivo». «Un radar demasiado sensible para un mundo tan imperfecto». «Era débil, debilucho (debilucho Hernández)». «Sensible como una cuerda de violín». «Un exiliado del cielo en la tierra, cuyo vínculo con la realidad era el menor posible».

Ellos cuentan que una vez Lucho Hernández se la pasó dos horas hablando en alemán delante de amigos que no entendían ni jota del idioma. En otra ocasión fue al cine a ver «El Submarino Amarillo», se metió al cuarto de proyección durante el receso y robó el segundo rollo de la película. Una tarde, por Miraflores, le pidió a Lucho La Hoz detener su auto y bajó para regalarle a un policía de tránsito una cartulina con dibujos que acababa de hacer. En un hospedaje en Chanchamayo pobló los árboles vecinos con parlantes de los que salía música de Mozart, Bob Dylan, Debussy, Chopin o los Beatles. Y cuando oficiaba de médico de barrio pedía a sus pacientes que pagaran sus servicios con cigarros, cervezas o chocolates Sublime.

«Si Jorge Chávez no ha muerto, y
Vive en el corazón de los peruanos.
¿En el corazón de quién
Vivimos los peruanos?»

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Era, pues, un médico que intentaba aliviar el dolor. Un boxeador que soportaba el dolor. Un poeta que convertía el dolor en algo imprecisamente bello. Pero el dolor igual se las ingeniaba para perseguirlo, ya sea bajo la forma de la nostalgia familiar, de las úlceras, o de la adicción. En marzo de 1977 viajó a Buenos Aires a tratar su dependencia a los fármacos (el Sosegón especialmente) en la clínica psiquiátrica del doctor García Badaracco. Lo acompañó Betty Adler, su gran amor, su «frazadita». Solo meses más tarde, en octubre, con solo 35 años encima, en la estación ferroviaria de Santos Lugares, acabó con su vida lanzándose a las vías del tren. Desde entonces lo leemos con fervor para no extrañarlo tanto.

«Habiendo robado
Lluvia de tu jardín
Y tocado tu cuerpo
Me duermo
No se culpe a nadie
De mi sueño».

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