“Son tiempos recios”, escribió Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada en 1562. Tenía 47 años y, dispuesta a emprender la fundación de 17 conventos y convertirse en una reformadora de la iglesia, la religiosa experimentaba trances místicos que la hacían aferrarse a la reja de la capilla para no levitar.
“Muchos son los llamados, pocos los elegidos” escribió al descubrir una temprana devoción a Dios, que tradujo en flagelos y martirios, pero también en una investigación profunda de la teología.
Teresa recuerda, en su autobiografía El libro de la vida, una infancia poblada de libros de caballería que avivaron su imaginación. De niña quería ir a la tierra ocupada por los musulmans para ser martirizada, pero optó por ingresar al convento para convertirse en monja y así dejar atrás “la vanidad del mundo”.
Uno de sus grandes méritos fue convertirse en la primera doctora de la iglesia, título otorgado por el Vaticano que la reconoce como verdadera maestra de la fe, junto a otros santos como san Agustín o santo Tomás de Aquino. También fue perseguida por sus ideales de renovación: sus libros fueron quemados e, incluso, llegó a comparecer ante el Tribunal de la Inquisición en 1575.
“Basta ser mujer para caérseme las alas”, dijo Teresa de de Ávila o Teresa de Jesús, la santa, la poeta, la escritora, la valiente convertida en una celebridad del misticismo, sobre todo en España, Francia, Alemania e Italia.
“Basta ser mujer para caérseme las alas”
Ella desafió un mundo dominado por hombres y remeció los cimientos de una estructura pétrea. Por ello, su estela no se agota. Le rinden tributo desde Cervantes, Góngora, Quevedo o Lope de Vega hasta Velázquez, Rubens e, incluso, Bernini con el conjunto escultórico “Éxtasis de Santa Teresa”, que captura el momento exacto en el que Teresa experimenta el fenómeno de la transverberación:
“Veíale en las manos (del ángel) un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios”, escribió sobre sus revelaciones.
El interés por su obra y personalidad hizo que, tras su muerte, su cuerpo fuera descuartizado en reliquias. El dictador español Francisco Franco la llamaba “la santa de la raza” y no se separaba de la mano sin meñique de Teresa, que lo acompañaba desde su mesa de noche.
La santa, canonizada en 1622 por Gregorio XV, se ha mantenido viva en exposiciones, conversatorios y en la continua reedición de su obra. Su versos más famosos “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero” o “Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa” han pasado a la posteridad y mantienen su fuerza inspiradora. La obra de teatro La lengua en pedazos, de Juan Mayorga, ficciona una entrevista entre Teresa y un inquisidor y fue Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013. El libro Malas palabras, de Cristina Morales, publicado en 2015, profundiza en el pensamiento y la personalidad de Teresa de Ávila.
Su versos más famosos “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero” o “Nada te turbe, nada te espante.
¿Qué la ha mantenido vigente durante cinco siglos?
Probablemente su papel de revolucionaria por partida doble. De un lado está su fe, sus trances místicos, su vida piadosa y su capacidad política para impulsar la reforma de la orden carmelita.
Por otra parte, su decidida vocación literaria en tiempos donde era prácticamente imposible que las mujeres -las que con mucha suerte podían acceder a los estudios- escribieran algo más que cartas. Y el único lugar donde podían hacerlo era, paradójicamente, dentro de un claustro, donde muchos de esos escritos quedaban sepultados para siempre.
Teresa, además del Libro de la vida, escribió Camino de perfección, Meditación sobre los cantares, Exclamaciones, Fundaciones o Moradas del castillo interior. En todos buscó cercanía y transparencia. Ahora son, además, un valioso testimonio de una mujer del siglo XVI, una mujer que, como Sor Juana Inés de la Cruz en México, traspasó esos muros milenarios del convento, donde la vida se encomendaba solo a Dios y se encerraba a cal y canto, para encontrar la eternidad entre nosotros.
Teresa de Jesús (1515- 1582)