El Vaticano censuró su ombligo y le hizo un inmenso favor. Raffaella, que no se apellidaba Carrà sino Pelloni, se convirtió en un ícono internacional que irradiaba felicidad vestida de colores apretados. “Demasiado provocadora”, dijo el papa Pablo VI, cuando eso era, precisamente, lo que le gustaba al público que logró cautivar en el mundo: que se atreviera a hacer lo que le daba la gana.
Raffaella trabajó mucho para tener suerte. A los 9 años fue convocada por un amigo de la familia para interpretar un pequeño papel en el cine y se aferró al deseo de prosperar en el mundo artístico. Estudió danza, cinematografía y participó en películas en Italia, Francia y Estados Unidos. Podría haber seguido una carrera en Hollywood, como Sofía Loren o Gina Lollobrigida, pero ella quería vivir en Europa y volvió.
Le dieron tres minutos. El cantante y actor Nino Ferrer tenía un programa en la televisión italiana, llamado Io, Agata e tu, y Raffaella fue invitada a participar en un segmento. Haz lo que sea, le dijeron, y ella se metió a Italia en el bolsillo.
Raffaella fue invitada a participar en un segmento. Haz lo que sea, le dijeron, y ella se metió a Italia en el bolsillo.
“La vida es vida cuando tienes libertad”, decía mientras convertía sus actuaciones en un símbolo de alegría, desparpajo y revolución al ritmo de 53-53-456 (“Na-na-nara, nana-nana…”). Libertad, efectivamente, era la ropa que usaba, las cosas que decía y los espasmos de melena de arriba abajo con los que parecía sacudirse del pasado y acompañar a toda una generación hacia una nueva etapa interior.
Porque, antes de que Raffaella llegara, el mundo era en blanco y negro. Ella trajo un repertorio de canciones convertidas en himnos que animaban a que el amor volviera a empezar, a irse de fiesta después de una ruptura, a declararse caliente-caliente, a darnos cuenta de que Lucas se podía ir con un desconocido o que para hacer bien el amor había que ir al sur.
Con la Carrà, la vida de mucha gente se convirtió en una pista de baile.
“Tengo una edad y todos esperan que cante y baile, pero ya no tengo ganas de hacerlo. He trabajado toda la vida, he tenido satisfacciones más grandes de las que nunca hubiera esperado y momentos de televisión extraordinarios. No es que sienta la necesidad de volver a la televisión, se está bien también sin mí”, dijo al pasar los 70 años, cuando le insistían en que volviera para hacer programas como ¡Señoras y señores!, Ciao Raffaella, Carrámba ché sorpresa para la televisión italiana o la española.
Sus éxitos, muchos compuestos y producidos por su primer esposo Gianni Boncompagni, se esparcieron con el viento. Al Perú llegó en 1979 para encender la luz en una dictadura larga y, posteriormente, en 2005 para visitar a alguno de los niños que amadrinaba por el mundo. Fue una presentadora querida y desenfadada que contagiaba independencia en tiempos donde la televisión era la única ventana hacia el exterior. Hacía cosas impensables, como entrevistar a la madre Teresa de Calcuta en un traje de brillos y transparencias, unir a familias divididas por guerras y océanos o, simplemente, hipnotizar a su audiencia con sus mallas multicolores y sus canciones liberadoras.
En Italia solía decirse que nada era eterno, excepto la Carrá. Y es verdad, con 25 álbumes y más de 60 millones de discos vendidos, la mítica Raffaella se ha convertido en el símbolo de una celebración permanente. No solo por la vitalidad y fuerza de sus canciones, también porque a lo largo de su vida se dedicó a inspirar la libertad de las emociones en un sentido nuevo, reparador. Por ello, a partir de ahora, una fiesta, cualquier fiesta, nunca será lo suficientemente fantástica sin ella.
Raffaella Carrà (1943 – 2021)