A lo largo y ancho de su territorio, el Perú es un país infestado de cojudos. Lo sabía bien Sofocleto, escritor, periodista y humorista del siglo pasado —«uno de los más brillantes», a decir de Eloy Jáuregui—, cuyo libro más célebre es uno titulado precisamente «Los Cojudos».
El autor examina en ese volumen todas las variantes y posibilidades de la «cojudez» como concepto y traza una tipología del cojudo según sus dos manifestaciones esenciales: el aspirante a cojudo («sujeto al que la vida no le dio todavía la oportunidad de hacer una Gran Cojudez que le sirva como tesis doctoral o de resbalar en un Cojudeo Sensacional que lo prestigie en el medio ambiente como un cojudo legítimo) y el cojudo propiamente dicho («sujeto que nació para ser cojudo y cumple su destino a la perfección, sin quemar etapas, sin saltarse a la torera ninguno de los requisitos que exige la ortodoxia y la liturgia de la Cojudez Ancestral). Sofocleto concluye que, antes de los cincuenta años, el Cojudo alcanza toda su madurez.
En otro capítulo, propone tres niveles para categorizar a los cojudos peruanos (o peruanos cojudos, es lo mismo): por nacimiento, por contagio y por trauma cerebral. «Aquí en el Perú, la cojudez se respira, se huele, tiene color y temperatura, dimensión, forma y hasta sabor», escribió Sofocleto en la introducción de 1970. Casi cincuenta años más tarde sus palabras mantienen su vigencia; basta con darse una vuelta por las calles, alternar canales de señal abierta o escuchar un rato los debates de cualquier Comisión del Congreso para corroborarlo.
Sofocleto era un personaje excéntrico desde todo ángulo. Era un humorista que filosofaba.
El gran Luis Felipe Angell se bautizó Sofocleto en honor al poeta Sófocles, pero a diferencia del griego no se dedicó a la tragedia, o mejor dicho, la invirtió, la desdobló para sacar de ella el humor ácido pero fino con el que buscaba, no hacer reír, sino hacer pensar. Escribió sobre millones de cosas porque era un curioso de casi todo. Es altamente probable que los lectores jóvenes hoy ignoren quién fue, pero hubo un tiempo en que nuestros padres lo leían religiosamente en El Dominical, y tanto para la generación de aquellos como para la nuestra ‘Don Sofo’ se volvió un clásico. Si es una pena que su extensa obra literaria no circule más allá de marginales librerías de viejo, es una verdadera lástima que su estilo —la disección mordaz de la realidad a través del ensayo, pero también de formas poéticas como el soneto (Sofonetos), el aforismo (Sinlogismos) o la décima— no haya tenido los cultores que merece.
Sofocleto era un personaje excéntrico desde todo ángulo. Era un humorista que filosofaba. Como añadido, tenía mundo y muchas horas de vuelo. Se fogueó en más de un país, más de un colegio, más de una universidad, más de una sala de prensa, más de una sección periodística, más de una oficina estatal, más de una dictadura, más de un exilio, más de una celda, más de un amor. Era izquierdista, amigo de Fidel Castro, pero provenía de una familia trujillana de hacendados y propietarios de yacimientos de petróleo. Hoy le dirían caviar, sin duda. Para la clase peruana acomodada, que nunca se ha destacado por parir hombres ni mujeres con agudeza humorística y que en general no sabe reírse de sí misma ni de nada, Sofocleto era una extravagante que se burlaba hasta de sus antepasados (como prueba, la dedicatoria de «Los Cojudos»: «A mi abuelo, don José de Lama y Arizmendi, quien perdió los yacimientos de La Brea y Pariñas de puro Cojudo»).
Una vez lo vi, allá por los ochentas, en una reunión familiar. Medía casi dos metros. Era tan alto que no se le notaba lo gordo. Mientras permaneció en la reunión fue el centro de atracción. Cuando se fue, alguien dijo: «ese es el de los silogismos». Picado por la curiosidad, a los pocos días los busqué y me volví fanático inmediato de esos aforismos llenos de ingenio, lucidez y sabiduría. Algunos de mis favoritos: «La música japonesa es una tortura china», «La gallina es un intermediario entre dos huevos», «En la Sociedad Protectora de Animales los directivos son cuatro gatos», «La letra O se pronuncia como se escribe», «Al punto le salió un rabito, y entró en estado de coma», «La Fe es el sobregiro de la Esperanza», «Los libros de cirugía no deberían tener apéndice», «El mundo está lleno de extranjeros», «Cobardía: seguro de vida que nos expide la falta de carácter», «El diplomático es un gigoló de la Patria», «Nadie tiene personalidad cuando está a solas», «No sé si el hombre desciende del mono, pero lo merece», «Aviso de una agencia funeraria: Abierto por duelo», «A los ejércitos indecisos hay que darles un penultimátum», «La dieta consiste en comer con la imaginación», «Las mujeres son de dos clases: las que nos hacen caso, y las que nos gustan», «La ignorancia consiste en saberlo todo, pero de otro modo», «La modestia es el arte de mostrar los párpados», «Las manos artificiales escriben con faltas de ortopedia» y «Nunca se ría de un borracho. Hay que respetar el hábito».
Hace unos días se cumplieron quince años de la muerte de Luis Felipe Angell. En los medios nadie hizo ruido. O muy poco. En un país como el Perú los humoristas inteligentes son próceres rápidamente olvidados. Y ya se sabe por qué no los honramos como es debido. Porque para cojudos, no nos gana nadie.