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Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 9 de marzo del 2020

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 9 de marzo del 2020

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A la niña Blanca no le gustaba mucho el mundo a su alrededor. Entonces empezó a practicar un juego secreto que consistía en repetir palabras y hacer como si fueran de plastilina. Podía alargarlas, cortarlas, adelgazarlas, descomponerlas, volverlas a pegar y construir universos propios con ellas. Más tarde, cuando era una adolescente que gustaba de la música y los bailes como  la mayoría de chicas de su edad, este juego secreto quiso cobrar vida. Empezó a sufrir de una “conciencia insomne” y de un “obsesivo delirio interpretativo”. Para liberarse no tuvo más remedio que arrancarse todas esas palabras y anotarlas con urgencia en papelitos, servilletas y cajetillas de cigarros. La poesía, bien sabía ella cuando lo dijo muchos años después, es un vicio que se adquiere en la infancia. 

Blanca Varela pasó sus primeros años en el centro de Lima con un padre intermitente que, a pesar de sus ausencias, le regaló lecturas determinantes  (Pío Baroja, Valle Inclán, Unamuno) y una madre poeta y cantante, Esmeralda Gonzáles o Serafina Quinteras (autora del vals “Muñeca rota”), que tal vez sembró en ella el amor por las palabras. Desde una edad temprana, a Blanca “le preocupaban el tiempo y su insuficiencia, la muerte y su voracidad”, según Blanca Varela. Poeta de la Generación del 50,  la hermosa biografía escrita por Cecilia Podestá que revela aspectos íntimos de la autora que “escribía para responderse”.

 A los 16 años ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos para estudiar Literatura y Pedagogía. Era una mujer en un ambiente masculino, en una universidad peruana de los años cuarenta, experiencia que, según escribió en un discurso “no fue especialmente grata ni fácil”. Aquí conoció a Sebastián Salazar Bondy, José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen y tantos otros escritores “de carne y hueso” que, con sus lecturas, anécdotas de vida y conversaciones infinitas, trasladadas luego a la peña Pancho Fierro, fueron llenando de ideas el inevitable destino de la futura poeta.

En 1949, a los 24 años y sin vestirse de novia, se casó con Fernando de Szyszlo. Esa misma noche se embarcaron con 60 dólares en el bolsillo rumbo a París, donde Blanca conocería a los surrealistas, a los existencialistas y le mostraría esos primeros versos a Octavio Paz. Él la ayudaría a encontrar un nuevo título para su primer libro, que podría haberse llamado “Puerto Supe” como el poema, pero se llamó Ese puerto existe. Este fue el punto de partida para el conjunto de una obra compuesta por seis poemarios incuestionables y rotundos que aparecieron de forma impredecible, bajo ningún otro mandato que el de una pulsión suprema. 

¿Cómo era Blanca Varela más allá de sus apuntes biográficos, más allá de su estancia en París, Florencia o Washington, de su trabajo como periodista, editora o librera, de su rol de madre de dos niños? Quienes la conocieron dicen que prefería pasar inadvertida, ser invisible y que nadie supiera de sus cosas. También recuerdan su sentido del humor brillante, su curiosidad infinita, su generosidad, su inteligencia, su calidez. “Pareciera que a Blanca le gustan las cosas que a Blanca no le debieran gustar. Desde los buenos partidos de fútbol hasta las telenovelas brasileñas, desde las canciones de Andrés Calamaro hasta las de Bob Dylan…”, dijo su nieta Camila, en el discurso que ofreció al recibir el premio Reina Sofía en España, cuando Blanca ya no podía salir de casa.

Para liberarse no tuvo más remedio que arrancarse todas esas palabras y anotarlas con urgencia en papelitos, servilletas y cajetillas de cigarros. La poesía, bien sabía ella cuando lo dijo muchos años después, es un vicio que se adquiere en la infancia.

“Ser poeta es una manera de ser, de estar”, dijo en una entrevista. Es verdad, ella estaba, era, y, casi sin quererlo, se convirtió en un referente poético latinoamericano que ganó premios como el Octavio Paz, el Ciudad de Granada, el Federico García Lorca o el Reina Sofía. Hasta que un día su voz se apagó. Ocurrió por primera vez cuando su hijo Lorenzo, el del “talón estrecho de arcángel” del poema “Casa de cuervos”, murió de forma trágica. Más tarde, su silencio se convirtió en una condición irreparable.

Blanca Varela es la mujer que nos enseña a convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo, a volver el rostro pero no por demasiado tiempo, la que no sabemos si ama o aborrece, la que recuerda que el deseo es un lugar que se abandona y te pide que te quites la piel, las tripas, los ojos y te pongas el alma si la encuentras. 

En esa casa que miraba al océano Pacífico en Barranco, ella escribió esas palabras que continúan afectando tantas vidas. Porque, no importa cuándo ni dónde, en alguna mesa de noche late todo el tiempo su Concierto animal, su Canto Villano o sus Valses y otras confesiones. Y es así como su juego secreto de la infancia, sus palabras urgentes escritas en papelitos, estarán por siempre a salvo entre nosotros. 

Blanca Varela (1926-2009)

 

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