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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 13 de agosto del 2021

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 13 de agosto del 2021

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Hubo un tiempo en que quería ser poeta y escribía versos en las hojas en blanco de todos los cuadernos que llegaban a mis manos. Eran versos de amor o desconsuelo o rabia hacia algún tipo de injusticia de la que me creía damnificado. Mi pasatiempo predilecto era leer a los poetas mayores, poetas que me parecían semidioses sin importar si estaban vivos o muertos, y al leerlos alucinaba con la forma, según yo inmejorable, en que juntaban las palabras para decir aquello que definía, no con exactitud pero casi, aquello que pasaba por mi corazón y mi cabeza. Los leía, los imitaba, los plagiaba, los homenajeaba, los quería conocer, aunque no tan de cerca: quizá resultaran ser tipos arrogantes, ególatras y tremendamente inseguros.

En el tiempo del que hablo podía invertir mucho tiempo (de dónde salían tantas horas disponibles) en transcribir mis poemas a la vieja computadora familiar. Los archivaba en un disquete pensando en armar un conjunto valioso de veinte o treinta poemas que mañana más tarde pudiese enviar a un concurso. Y me veo ahora mismo en un bus, llevando bajo el brazo ese pesado sobre de manila con las fotocopias de mis poemas, y en la primera página un seudónimo elegido con minuciosidad, tratando de que no sonara demasiado obvio, ni cursi, ni maldito, ni canónico, ni marginal.

Los archivaba en un disquete pensando en armar un conjunto valioso de veinte o treinta poemas que mañana más tarde pudiese enviar a un concurso.

Dejé el sobre manila en una oficina y me entregaron a cambio una contraseña sellada que fue a parar a mi billetera; todas las mañanas la revisaba supersticiosamente como si frotara un talismán. Recuerdo el domingo en que me adelanté a todos para tomar el periódico, esconderme en el baño y buscar el anuncio de los ganadores: me dolió como una patada en las costillas no encontrar mi nombre en la lista de seleccionados, pero a la vez me alivió que tampoco figurara el nombre de ninguno de los poetas de mi generación que se sentían superiores sin serlo.  

He vuelto a esos días, a ese tiempo leyendo “Poeta chileno”, la última novela de Alejandro Zambra, cuyo protagonista, Gonzalo, es un joven que quiere ser poeta (poeta chileno) consiguiéndolo a medias (¿se puede ser poeta a medias?). Ciertas decisiones lo alejan del objetivo y al cabo de un tiempo acaba refugiándose en la academia, los títulos, los grados, las tesis. 

Después conocemos a Vicente, hijo de Carla, la novia de Gonzalo. Vicente llega a querer y admirar a su padrastro, le gusta más pasar las tardes con él que su padre biológico. Pero una década más tarde Vicente no sabe qué quiere hacer con su vida, anda perdido, ni quiere postular a la universidad. Lo único claro es que está tocado, el sí, de verdad, por la poesía. Escribe mejores poemas que sus compañeros escritores, incluso mejores poemas que los escritos por Gonzalo cuando soñaba con ser poeta.

El libro narra la relación entre ambos y todas las otras relaciones, literarias, amicales, sentimentales, sexuales –todas casi siempre catastróficas– que Gonzalo y Vicente mantienen con terceros.

El libro narra la relación entre ambos y todas las otras relaciones, literarias, amicales, sentimentales, sexuales –todas casi siempre catastróficas– que Gonzalo y Vicente mantienen con terceros.

Pero la novela, en el fondo, creo, habla sobre la manera en que alguien, al borde de los veinte años, intenta descubrir quién es, saber cuál es su destino (si existe alguno), y empieza a construir al hombre o la mujer en que quisiera convertirse, y lo hace con un afán que pocas veces reaparecerá en su vida con la misma intensidad.

Y por supuesto es una novela que reflexiona sobre los códigos familiares y nos presenta a padres que actúan como seres mediocres y fallidos, pero que son solamente padres tratando de hacer las cosas lo mejor posible (y fallando calamitosamente en el intento). Y nos presenta a hijos que quieren distanciarse del modelo paterno a pesar de que se sienten unidos a él de manera inexcusable.  

Todo va zurcido con el sello Zambra, con esa elegante forma de adaptar el lenguaje a sus necesidades: a veces lírico, otras irónico, siempre sensible, rodeando las palabras de adjetivos que parecen espontáneos pero no lo son.  

Y si el lector ha vivido en el pasado una etapa creativa impetuosa, se sentirá removido hasta el final, peguntándose dónde colocó o qué hizo con aquella fe que antiguamente guiaba su escritura y sus sueños. 

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