Ella estaba convencida de que los nazis no invadirían París. Hasta que una mañana de 1940 se vio en la urgencia de esconder la colección que había formado en los últimos años bajo el compromiso y la misión de comprar una obra de arte al día.
¿Cómo salvaría ese “arte degenerado” de la censura y destrucción?
¿Dónde podría esconder las piezas de Max Ernst, Kandinsky, Klee, Braque, Mondrian, Dalí, Carrington, Giacometti, Cézanne o Matisse?
El Museo del Louvre le negó el metro cúbico prometido porque pensaron que no merecía la pena salvar todo ese arte moderno, innovador e inquietante. Ella, Peggy Guggenheim, millonaria y mecenas, acorralada también por ser judía, desmontó sus cuadros y los escondió en el granero de una escuela para niños en Vichy.
Así se salvó una de las colecciones más importantes de arte europeo y americano de la primera mitad del siglo XX. Así, Peggy Guggenheim se transformó en la apasionada coleccionista de arte que fundó galerías en Londres, Nueva York y Venecia, donde se mantiene el museo que lleva su nombre, en el Palacio Venier dei Leoni, el lugar donde apostó por el arte, vivió al lado de sus 14 perros y dejó inscrito su nombre en la posteridad.
Peggy Guggenheim nació en Nueva York y vivió la supuesta infancia dorada que podría esperarse de una familia millonaria. En realidad, creció en la soledad y la tristeza de institutrices que cambiaban constantemente, con unos padres llenos de compromisos y viajes y dentro de una familia de tíos y tías perdidos en sus excentricidades. A los 14 años, en 1912, su padre falleció en el hundimiento del Titanic.
“Pasé una infancia de lo más desdichada: no guardo absolutamente ningún recuerdo agradable de ella. Ahora, aquella época se me antoja una larguísima agonía”, escribió en Confesiones de una adicta al arte, la fascinante autobiografía donde rememora sus grandes amores y sus primeras aproximaciones al mundo de la bohemia, los museos y los intelectuales de la época que, finalmente, la llevaron a convertirse en la propulsora de los artistas que definieron las vanguardias del siglo XX.
“Pasé una infancia de lo más desdichada: no guardo absolutamente ningún recuerdo agradable de ella. Ahora, aquella época se me antoja una larguísima agonía”
Lectora voraz y aficionada a la Historia, la Economía, los idiomas y, por supuesto, el arte, Peggy conoció a una profesora llamada Lucile Kohn que cambió su perspectiva del mundo. Se mudó a París, donde “se daba un marcado contraste entre mi deseo de verlo todo y mi absoluta falta de sensibilidad”. Se dejó llevar por la curiosidad, viajaba hasta la última población rural para ver una obra de arte y se dejó aconsejar por amigos como Marcel Duchamp, precursor del surrealismo, o sir Herbert Read, crítico de literatura y arte.
Laurence Vail fue su primer marido, con quien tuvo dos hijos. Vivieron una relación destructiva en entornos privilegiados y cerca de personalidades como Jean Cocteau, Isadora Duncan o Man Ray. Entonces, había una pieza de su mundo interior que no encajaba en esa vida de fiestas, lujos y escenarios de postal. Al cabo de siete años, Peggy decidió divorciarse e iniciar una nueva vida en Londres, donde inauguró la galería Guggenheim Jeune y celebró exposiciones de Jean Cocteau, Wassily Kandinsky, Yves Tanguy (uno de sus célebres romances), Jean Arp, Pablo Picasso o Max Ernst, con quien terminó emparejandose durante un largo tiempo. Hoy todos esos artistas son conocidos y consagrados, pero en ese momento el tipo de arte que ofrecían generaba desconcierto y recelo, como casi todo lo nuevo. Sin embargo, ella arriesgó su capital y energía vital en todos ellos.
En su nueva vida disfrutó de otro tipo de amores. Se enredó con Samuel Beckett, el escritor brillante y ganador del Nobel que en la intimidad decía guardar un terrible recuerdo de la vida en el útero de su madre. Por tal motivo, según cuenta ella en sus memorias, sufría a todas horas. Peggy intentó comprenderlo durante 18 meses hasta que un día le dijo. “Ay, querido, se me había olvidado que ya no estoy enamorada de ti”.
Peggy volvió a Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial e inauguró la galería Art of this Century, donde invitó a jóvenes artistas norteamericanos y presentó, entre otras, una muestra dedicada a 31 mujeres. “Me di cuenta de que hubiera debido hacer la exposición solo con 30”, escribió en sus memorias. Max Ernst se enamoró de una de ellas, Dorothea Tanning, y la abandonó.
Se enredó con Samuel Beckett, el escritor brillante y ganador del Nobel que en la intimidad decía guardar un terrible recuerdo de la vida en el útero de su madre.
Art of this Century fue un éxito colosal. El gran descubrimiento de aquellos tiempos fue Jackson Pollock. Peggy le prometió una mensualidad fija para que se dedicara a trabajar y Pollock se convirtió en el celebrado artista del expresionismo abstracto que hoy todos conocemos.
“La verdad que no me gusta el arte de hoy. Creo que se ha ido al diablo como consecuencia de la mentalidad financiera”, dijo a mediados de los años 70 con vocación de pitonisa. Entonces ya reinaba en Venecia y abría su palacio para que visitantes anónimos pudieran apreciar su colección.
Murió a los 81 años después de ser considerada una ciudadana ilustre en la ciudad flotante que admiraba desde su propia góndola. Entre canales y puentes, se le podía identificar gracias a los aretes inmensos y las gafas extravagantes que siempre la caracterizaron, pero sobre todo por ir acompañada de alguno de sus adorados perros Lhasa Apso, a los que solía convidar helados.
Independientemente de la imagen de mujer adinerada que disfrutó de la libertad sexual, de las mejores fiestas y de vivir rodeada de los artistas e intelectuales de su tiempo, Peggy Guggenheim siempre apostó por un verdadero espíritu de innovación y creó una nueva forma de coleccionismo. No se trataba solo de comprar y poseer una obra sino de adquirir un espejo donde se reflejara ese mundo interior fragmentado que solo podría proyectarse a través del arte.
Peggy Guggenheim (1898-1979)