Fundación BBVA Perú
imagen

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 29 de mayo del 2020

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 29 de mayo del 2020

Comparte en:

Uno de mis escasos pasatiempos durante esta cuarentena consiste en releer mis cuentos preferidos de Onetti. «El infierno tan temido»; «Bienvenido, Bob»; «Jacob y el otro»; «Tan triste como ella»; «La total liberación»; «Un sueño realizado»; «Esbjerg, en la costa». Todos magistrales, todos llenos de humo, de melancolía, de cafés, de gente escéptica y desesperanzada. 

También repaso algunas páginas de las novelas que traje conmigo cuando vine a vivir a Madrid, «La vida breve», «Juntacadáveres» y «Cuando ya no importe», su última novela, publicada en 1993, un año antes de su muerte, ocurrida el 30 de mayo de 1994. Releo los inicios, los finales, abro una página al azar y me detengo en los párrafos que antaño subrayé, a ver si todavía me conmueven. Y sí, todavía.   

También me distraigo buscando en Internet documentales, entrevistas, cualquier material audiovisual acerca de Onetti y trato de escucharlo mientras visito el supermercado, lavo los platos, preparo el almuerzo o hago ejercicios. No me importa tanto retener todo lo que allí se diga, sino estar en contacto con el universo Onetti, con la atmósfera onettiana, con su aire neblinoso y a la vez restaurador.

También leo artículos de estos días de pandemia donde se señala a Onetti como un adelantado al confinamiento, en referencia a la tajante decisión del uruguayo de encerrarse en su habitación durante los últimos diez años de su vida. Uno de esos artículos se titula «La vida desde la cama». La cama era un lugar fundamental para Onetti. Mezcla de arrecife, ínsula, zanja –o más bien ‘pozo’–, se atrincheró bajo las sábanas convencido de que allí «pasaba todo lo importante» (aunque a decir de Dolly Muhr, su última esposa, la que lo acompañó hasta el final, lo de Onetti «era pura pereza»).

Releo los inicios, los finales, abro una página al azar y me detengo en los párrafos que antaño subrayé, a ver si todavía me conmueven. Y sí, todavía.

En algunas de sus fotos más conocidas podemos verlo en su cama, hojeando periódicos, leyendo a Conrad, devorando novelas policiacas, fumando un cigarro tras otro, tomando el mate, bebiendo whisky (sin agua), acariciando al perro, hablando por teléfono, apuntándole a una reportera con un revólver de juguete, casi siempre apoyado sobre su codo derecho, deformando con su robustez las curvaturas del colchón, quizá escuchando un tango de Gardel, ofreciéndole a la ventana, la cámara o cualquier cosa que tuviera enfrente sus miradas infestadas de resignación y de locura.   

Dicen que el boom latinoamericano se olvidó de Onetti, pero es más probable que haya sido el propio Onetti quien, de forma natural, se desmarcara de ese movimiento. Su parquedad, su timidez, su disidencia política y su aversión a los cónclaves literarios, además de una vocación que sorteaba las presiones, lo diferenciaban de las figuras más emblemáticas de aquellos años. Es conocido su comentario a Vargas Llosa –no se sabe bien si en San Francisco o Guadalajara, no importa– después de que el peruano le confesara su disciplinado método de trabajo. «Lo que pasa, Mario, es que tú mantienes con la literatura unas relaciones conyugales, yo, en cambio, he tenido siempre con ella unas relaciones adulterinas». 

Dicen que el boom latinoamericano se olvidó de Onetti, pero es más probable que haya sido el propio Onetti quien, de forma natural, se desmarcara de ese movimiento.

Según no pocos biógrafos, también con las mujeres su comportamiento era atravesado por la inconstancia. Su primera esposa fue su prima María Amalia. Luego se casó con la hermana de ésta, su cuñada, también prima, María Julia. Tuvo un tercer matrimonio, con María Isabel Pekelharing, quien le presentó a la muchacha argentina de origen alemán que se convertiría en su cuarta esposa, Dolly Muhr.  Entre una y otra, se cuenta una relación más, la que sostuvo con la poeta Idea Vilariño. 

 

Pienso ahora en su condición de hijo del medio. Pienso en el vaivén de sus constantes viajes entre Buenos Aires y Montevideo durante casi toda su juventud, ganándose la vida como podía, como vigilante, vendiendo calculadoras y hasta entradas en la boletería de un estadio. Fue quizá producto de esa inestabilidad, de no hallarse en ningún borde del Río de la Plata, que inventó Santa María, la única ciudad de la que se sentía parte, la más ficticia, o la más real. Y pienso también en los tres meses que pasó en cautiverio por orden de la dictadura de Juan María Bordaberry (primero en la cárcel, después en una clínica psiquiátrica), acusado de haber premiado un cuento «pornográfico» como jurado de un concurso literario. 

Todas esas formas de ostracismo tienen necesariamente que haber provocado en él recelos, claustrofobia y una combinación de la rabia, el desamparo o la apatía social que solía mostrar en público.  

«Se nace cansado y se vive para descansar. Ama a tu cama como a ti mismo. Descansa de día para dormir de noche»

Pienso en su exilio en España, puntualmente en Madrid, en el mítico piso número 31 de la Avenida de América, cuyo mobiliario completo se expuso hace seis años (y donde descubrí que la cabecera de su cama tenía colgado un letrero con tres lemas: «Se nace cansado y se vive para descansar. Ama a tu cama como a ti mismo. Descansa de día para dormir de noche»). Pienso en su enfática negativa a volver a Uruguay, a pesar de que el presidente Julio María Sanguinetti se lo pidió varias veces a la vuelta de la democracia.  

Pienso en sus grandes influencias, Faulkner, Borges, Roberto Arlt. 

Pienso en inmortales personajes suyos, Eladio Linacero, Larsen, Brausen, Bob, Díaz Grey, Junta. O los personajes sin nombre de «Los adioses». O los personajes con nombres inventados de «Dejemos hablar al viento».

Pienso en el aspecto ya derruido, desdentado, con que se presentó a recibir el premio Cervantes en 1980. Durante su discurso se mostró sinceramente agradecido con la concesión del galardón, pero luego, cuando un periodista le preguntó qué significaba ganar el Cervantes, él dijo sin tapujos: «ganar diez millones de pesetas». 

Si les falta leer a alguien en este encierro, lean al más confinado de todos. Al que supo esconderse mejor. Lean a Onetti. 

[*****]

 

Comparte en:

TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR