1
La otra madrugada me desvelé viendo por enésima vez «La Ventana Indiscreta», de Hitchcock. A diferencia de todas las anteriores ocasiones, ahora el protagonista, Jeff, me pareció un hombre de estos días, un sujeto que perfectamente podía estar instalado en abril del 2020. Si no lo recuerdan, él es un fotógrafo que lleva seis semanas confinado en su departamento después de fracturarse la pierna izquierda. Al vivir solo, se pasa todo el día junto a la ventana mirando a sus vecinos, siguiendo sus actividades y rutinas, familiarizándose con sus hábitos. Si no fuera porque la gente ahí sí puede desplazarse, y entrar y salir cuando quiere de sus casas y edificios, parecería una película de suspenso sobre la cuarentena.
Algo similar nos ocurre por estos días: nos fijamos, quizá por primera vez, en la gente que vive a nuestro alrededor. Los oímos cantar o tocar un instrumento en sus balcones, les vemos las caras a la hora de aplaudir, les preguntamos a distancia si necesitan algo. Llevan ahí un buen tiempo, quizá toda la vida, pero recién ahora reparamos en su existencia.
2
Hace unos días tocó a mi puerta una vecina. Iba a abrirle cuando su voz me detuvo. «No abras», me advirtió, «solo quiero saber cómo están, si necesitan algo soy Mónica, vivo en el tercero». Le agradecí, por supuesto, y aunque es muy posible que no vaya a llamarla me reconfortó saber que en el lugar donde vivo hay al menos una persona interesada en nuestro bienestar.
Teníamos que estar así, encerrados en nuestras viviendas, para descubrir aspectos de nosotros y nuestro entorno que antes de la pandemia nos importaban poco. Pienso en la solidaridad y el aguante colectivo, pero también en la imperiosa necesidad individual de establecer vínculos.
Antes de que el virus comenzara su imparable expansión, estábamos tan sumidos en trabajar, competir y consumir –en general, en seguir las reglas de un sistema que hoy por fin se discute globalmente– que no pensábamos (no mucho al menos) en nuestras relaciones. No le tocábamos la puerta al vecino para preguntarle cómo está. El economista italiano Emanuele Felice ha dicho que «esta crisis ya nos está enseñando algo: hay cosas más importantes que la economía», y el escritor Alberto Fuguet ha opinado que «la sociedad debe tomar esto no tanto como el fin del mundo pero sí como el fin de un modo de vida». Ambas miradas son una confirmación de lo que ya venimos sospechando desde hace varias semanas atrás: no podemos volver a ser los mismos. No sería justo. Sería inmoral.
3
Al inicio de este período, se especulaba con que muchas parejas se desmoronarían por culpa del distanciamiento social, y que las aplicaciones diseñadas para juntar personas perderían miles de usuarios. En los últimos días, dos hechos contundentes han desmentido ambas hipótesis. En Wuhan, la ciudad china donde se originó el primer caso mundial de coronavirus, uno de los fenómenos post cuarentena más llamativos ha sido el altísimo número de registros para matrimonios. Los pedidos en el ayuntamiento aumentaron en un 300%. Los enamorados han reaccionado con ese entusiasmo motivados por lo mucho que se extrañaban (los que se encontraban separados), pero también porque han sentido de cerca –muy de cerca– la sensación de apocalipsis, de final de una era, y es natural que no quieran perder un minuto más antes de empezar una vida nueva junto a su pareja (vida que muy posiblemente acabe el día que llegue la siguiente pandemia).
El otro dato notable es el movimiento vertiginoso que han cobrado las aplicaciones de citas tipo Tinder, Meetic o Badoodo. Lo de Tinder es histórico: ha batido su récord de ‘swipes’ –pantallas vistas–, y tanto en España como Italia las conversaciones entre sus registrados han multiplicado su duración, además de cambiar su tono. Alguien podría preguntarse: ¿para qué se cita la gente si no puede salir a la calle a darse el encuentro? ¿Para qué se busca si no puede verse, abrazarse ni besarse? Pues para no estar sola, para entrar en contacto y asegurarse de que en ese territorio desconocido que hoy es el «afuera» hay todavía alguien parecido a uno, que mantiene gustos, necesidades y preocupaciones semejantes.
En un planeta regido por el egoísmo, estos esfuerzos cotidianos por coincidir y empatizar son pequeñas victorias que hay que celebrar, aunque sea enjaulados entre cuatro paredes, aunque sea como el Jeff de la película de Hitchcock: matando las horas delante de una ventana.
[*****]