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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 16 de julio del 2021

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 16 de julio del 2021

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De joven me era imposible leer versos como «una cabeza humana viene lento desde el olvido» o «he dejado descansar tristemente mi cabeza en esta sombra que cae del ruido de tus pasos» sin, perdón por la redundancia, perder la cabeza. No era solo la belleza surreal de esas imágenes lo que me desarmaba, sino el saber que el autor merodeaba mi edad cuando se sentó a juntar esas palabras. El primer verso corresponde a ‘Las Ínsulas Extrañas’ (Lima, 1933), poemario inaugural de Emilio Adolfo Westphalen, publicado cuando él tenía solo 21 años. El segundo pertenece a su siguiente entrega, ‘Abolición de la muerte’ (Lima, 1935). En un lapso de dos años, esos dos poemarios, breves en extensión (ambos presentan nueve poemas) y cortos de circulación (apenas se imprimieron 150 copias de cada uno), le bastaron a Westphalen para llamar la atención de la crítica y los lectores dentro y fuera del Perú. 

Había en Westphalen una necesidad de promover una vanguardia que renovara la lírica nacional, aunque sin desconocer la obra de sus antecesores, en especial la de José María Eguren. Es famosa la dedicatoria que le escribe en un ejemplar de ‘Abolición de la muerte’: «Para José María Eguren, el iniciador de la poesía en el Perú, y el único que siempre ha sido fiel a la poesía, con afecto y admiración». En una carta a su amigo poeta Xavier Abril (es maravillosa la correspondencia entre ambos), se refiere a Eguren diciendo «gracias a él dimos con el camino que conduce a la poesía, por él supimos reconocerla cuando nos tentó y turbó». En una misiva posterior, sin embargo, advierte un decaimiento en el trabajo del autor de ‘Simbólicas’ y lo trata con dureza («su obra ya no pertenece al presente y mucho menos puede arrogarse al futuro»), pero nunca dejaría de admirarlo, y más bien animó a sus amigos poetas, César Moro, Carlos Oquendo de Amat y al propio Xavier Abril, a asumir el relevo generacional en pos de una voz propia: «los jóvenes solamente pueden continuar la obra de Eguren negándola, echando paletadas de tierra sobre ella. Es lo que nuestro tiempo nos obliga a hacer si no queremos estar muertos nosotros también, sepultados con Eguren».  

Aunque unos años mayor, el poeta Martín Adán también pertenecía a ese grupo vanguardista. En varias de las cartas que envía a Xavier Abril, Westphalen refiere a Adán como un amigo cercano, pero no tiene contemplaciones cuando lo liga al viejo orden poético instaurado en el país: «Con su impecable e implacable sintaxis, el lenguaje que se adelgaza y pule hasta no ser ya lenguaje, la poesía de Martín Adán es la expresión estética perfecta de un temperamento reaccionario, intelectualista, inhumano por amaneramiento e insinceridad».

En un lapso de dos años, esos dos poemarios y cortos de circulación, le bastaron a Westphalen para llamar la atención de la crítica y los lectores dentro y fuera del Perú

Tal vez Westphalen incursionó en el ensayo crítico porque veía con desagrado el trabajo de los críticos oficiales. En un texto aparecido en la revista ‘El uso de la palabra’ –una de las tres que dirigió–, los califica de «tahúres siniestros que elevan muro tras muro de falsedad y engaño, se golpean, gimen, erigen asquerosos ídolos deleznables, a quienes rinden adoración…». Entre esos críticos estaba, por ejemplo, Luis Alberto Sánchez, quien despertaba en Westphalen un encono que el poeta no se esforzaba en disimular, a pesar de que –o quizá justamente porque– había sido su profesor en el colegio alemán. En diferentes cartas queda constancia de que para Westphalen Sánchez representaba al intelectual acomodaticio, sabiondo y censor. En 1977, el poeta tuvo que resignarse a compartir justamente con él el Premio Nacional de Literatura. «Le sabía a chicharrón de sebo que lo pusiesen al mismo nivel que aquél mediocre y obstinado crítico literario, que además era un notorio aprista», declaró a una revista el poeta Rodolfo Hinostroza. 

Westphalen detestaba igualmente a los profesores de filosofía, «pequeñas caricaturas de filósofos, graciosos cangrejos disecadores de ratas muertas»; a los burgueses, en quienes identificaba una carencia de «interés poético, misterio y trascendencia»; y en general a todo aquel que contribuía a hacer de la vida intelectual peruana «una cáfila de ignorantes sin sensibilidad». Sus críticas hacia el ascenso desprovisto de meritocracia en cualquier campo son perfectamente transferibles a nuestros días: «En Lima todavía hay que ser ‘hijo’ o ‘sobrino’ de alguien para tener existencia. La vieja manía virreinal no nos abandona».

«En Lima todavía hay que ser ‘hijo’ o ‘sobrino’ de alguien para tener existencia. La vieja manía virreinal no nos abandona»

De Westphalen suele decirse que era un «poeta silencioso», no tanto por el hermetismo y parquedad con que solía desenvolverse en cada conversación, que también, sino en referencia al período de cuarentaicinco años que transcurrió sin que apareciera un libro suyo. Recién en 1980 salió a la luz su tercer poemario, ‘Otra imagen deleznable’, que además de poemas inéditos incluía el muy comentado ensayo ‘Poetas en la Lima de los años treinta’. 

Sin embargo, durante esos años sin publicar su silencio no fue absoluto. Dirigió revistas (Las Moradas, La Revista Nacional de Cultura y la muy influyente Amaru), colocó poemas sueltos en revistas, y participó de círculos donde compartía sus preocupaciones personales y estéticas. Como dice el escritor chileno Marcelo Pellegrini, «el silencio westphaliano fue un silencio, podríamos decir, preñado de lenguaje». 

Además, como dijimos antes, escribió cartas memorables, no solo a Xavier Abril, sino también a José María Arguedas. Esa correspondencia con el autor de ‘Los ríos profundos’, donde se revela la gran amistad y coincidencia de gustos que tuvieron, fue publicada hace unos pocos años (2011) bajo el hermoso título ‘El río y el mar’. 

Cabe destacar también los libros que Westphalen escribió durante su estancia en Portugal como agregado cultural, ‘Arriba bajo el cielo’ (1982) y ‘Máximas y mínimas de sabiduría pedestre’ (1982), así como Belleza de una espada clavada en la lengua’ (1986), ‘Ha vuelto la diosa ambarina’ y ‘Bajo zarpas de la quimera’ (1991), que contiene casi toda su obra poética publicada. 

Emilio Adolfo Westphalen –qué nombre eufónico tenía– fue un poeta original, introspectivo pero a la vez luminoso, que no se cansaba de buscar nuevas formas de emprender su lucha contra la muerte y celebrar su amor por la vida y la palabra. Dejó de existir hace veinte años, pero mal haríamos en decir que desapareció. Él lo explica mejor cuando dice: «No nos queda sino luchar porque salgamos pronto de la muerte que respiramos y vivimos. Nuestra poesía es nuestro anhelo de resurrección. Por esto nos salvaremos, pues solo resucitan aquellos que desean resucitar».

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