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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 12 de marzo del 2021

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 12 de marzo del 2021

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Un sábado de 2017 llegué a visitar la tumba de César Vallejo en el cementerio de Montparnasse, en París. Sobre la lápida, en lugar de cartas, flores, lápices, colillas de cigarro y demás obsequios que suelen dejar los peregrinos, encontré tres coronas florales y una bandera del Perú doblada en cuatro. Entonces reparé en que era 15 de abril y se cumplían 79 años de la muerte del poeta. Para celebrar la coincidencia me puse a leer los versos de «Piedra negra sobre una piedra blanca», donde Vallejo vaticina el clima del día de su muerte: «me moriré en París con aguacero un día del cual tengo ya el recuerdo». En medio de la lectura, por coincidencia poética o tan solo por azar, empezó a llover. 

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Hay dos inscripciones sobre el mármol de la tumba del mayor de nuestros escritores. La primera dice: «César Vallejo, quien deseaba reposar en este cementerio». La segunda, que funciona como epitafio, pertenece a su viuda, la escritora Georgette Philippart: «he nevado tanto para que duermas», frase enigmática con que alude a las farragosas y dilatadas gestiones que debió hacer para trasladar los restos de su esposo al cementerio Montparnasse. En 1938, tras su muerte, el cuerpo de Vallejo fue sepultado en un nicho que pertenecía a la familia de su esposa en Mountrouge. Recién en abril de 1970 Georgette consigue cumplir el último deseo del poeta. La decisión no estuvo libre de polémica, pues según ciertas evidencias Vallejo en realidad habría anhelado ser enterrado en el Perú. 

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Sobre el temperamento de Georgette se han hecho diversos comentarios. En «Confieso que he vivido», Pablo Neruda la recuerda como «una francesa tiránica, presumida, insoportable, hija de un conserje». Cuenta el chileno que cuando Vallejo no estaba con ella podía hasta dar «saltos escolares de alegría», pero luego, ante la presencia de su mujer, «volvía a su solemnidad y sumisión». Sin embargo, pese a esa irritabilidad que también otros autores reconocen, hay que reconocer en Georgette el tesón con que protegió la obra de Vallejo.  

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Cada 16 de marzo, el aniversario de su nacimiento es pretexto para discutir su vastísima obra en centros académicos no solo de Perú sino de países tan distantes como Inglaterra, Estados Unidos, Francia, México o Chile. Para el escritor norteamericano Thomas Merton se trata de «el más grande poeta católico desde Dante» mientras que el crítico británico Martin Seymour-Smith lo ha catalogado como «el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas». 

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Había en Vallejo una genuina tendencia a subsumirse para mirar el mundo desde dentro. Eso ha sido tomado como excusa para crearle una caricatura de hombre alicaído y permanentemente taciturno. Se sabe bien que era dueño de un espíritu mundano, bohemio y bailarín, además de un avispado sentido del humor. El pintor trujillano Macedonio de la Torre, compañero suyo en la universidad en Trujillo, cuenta que Vallejo solía vestirse con un mismo terno plomo. Un día lo vio frente a la catedral de la ciudad luciendo un traje negro y le preguntó: «¿qué pasa, César, se te ha muerto alguien?» y Vallejo contestó: «estoy de luto por mi terno plomo».

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Lo que sí es cierto es que no le gustaba el fútbol. Vallejo quizá se reiría de la existencia de un equipo en la primera división peruana bautizado con su nombre (denominado por la prensa, con imperdonable mal gusto, «equipo poeta»). No le gustaba el fútbol, pero sí los deportes. En el libro «César Vallejo, periodista paradigmático», Winston Orrillo señala que en la obra periodística de Vallejo, compuesta de crónicas y ensayos, los deportes ocupan un lugar expectante. El poeta seguía con vivo interés disciplinas como el box, el ciclismo, la natación, el automovilismo y el tenis. Sobre este último, tiene un texto famoso donde dice: «cuando el tenista lanza magistralmente su bala es poseído por una inocencia totalmente animal».

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En el primer volumen de «Memorias: mucha suerte con harto palo», Ciro Alegría recuerda al Vallejo maestro, dado que fue su profesor en la escuela primaria. Ahí lo describe como un hombre de aspecto «magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado». También destaca sus «dientes blanquísimos», su «melena lacia, abundante, nigérrima», su nariz «enérgica» y un mentón que «sobresalía en la parte inferior como una quilla». De sus ojos, dice Ciro Alegría que «brillaban como si hubiera lágrimas en ellos». Y sobre su personalidad señala que «de todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste». Al mismo tiempo, nos habla de las notorias virtudes docentes de Vallejo: la paciencia, la curiosidad, la empatía. Cuenta que en una ocasión, sin querer, provocó el llanto de un alumno que no había podido repetir la lección. Arrepentido por haberlo reñido, Vallejo se acercó a su carpeta a  consolarlo «estrechándole las manos lo llevó hasta su mesa, donde le acarició la cabeza y las mejillas hasta calmarlo».

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La poesía de Vallejo hay que sentirla, no entenderla. Muchos de sus versos pueden parecernos trabajosos, o incluso ilegibles, sin embargo, es esa complejidad la que estimula el espíritu. Algunos de sus versos más intrincados, por cierto, nacen de situaciones cotidianas. En el estupendo libro «Causas y azares: Cien anécdotas de personajes peruanos del siglo XX», del escritor e investigador Luis Rodríguez Pastor, encontramos la explicación que da Víctor Raúl Haya de la Torre, quien fue amigo de Vallejo, a esos famosos versos del poema XXXII de Trilce

“Serpentínica u del bizcochero enjirafada al tímpano”. 

Cuenta Haya: “A la una de la tarde estábamos reunidos varios compañeros de estudio en el cuarto de hotel de Vallejo. A esa hora, pasaba un bizcochero pregonando: ‘Bizcocheruuu’. ¿Se dan cuenta? La u del pregón como una serpentina que, cual cuello de jirafa, llega hasta el tímpano”. 

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Cuando en noviembre del año pasado Francisco Sagasti asumió la presidencia de la república, recitó un extracto del poema «Considerando en frío, imparcialmente…». que es, en realidad, una celebración del ser humano, una reivindicación del hombre frente a las rutinas, enfermedades y dolores que lo aquejan. También puede leerse como una metáfora del Perú, un país que es «triste, tose y se complace en su pecho colorado»; un país que «suda, mata y luego canta, almuerza, se abotona»; un país que «nació muy pequeñito, al que provoca darle un abrazo emocionado, emocionado». 

Tal vez estos días de antesala electoral sean propicios para volver a ese poema.

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