La historia de Los Toribianitos está ligada al desastre y a lo humanitario, a lo terrible como convocante de lo virtuoso. El párroco del externado rimense Santo Toribio Oscar Aquino, de inclinaciones musicales que sonoramente acompañaban su fe divina, se enteró en 1971 que la Cruz Roja- esos buenos samaritanos que jamás niegan una mano al apremiado- organizaba un concurso infantil de coros. Desde un punto de vista armónico un grupo de niños cantores puede ser visto como un desastre natural en potencia: gallos y las tentaciones indecorosas de la adolescencia los acechan.
Aquino pensó en los regalos sistemáticos que recibía cada navidad de sus familiares en Canadá: discos y discos de villancicos. Pensó en aquella sustancia cristalizada y endulzante popularizado por Celia Cruz, !azúuuucar! No se trataba de mezclar agua y aceite, sino navidad y ritmo. ¿Por qué no reunirlos por gracia de Dios? Así forjó la premisa que se hizo lema y dogma de su labor:
– Quien canta, ora dos veces.
Aquino preparó a una veintena de niños aún ajenos al cambio de voz y la pilosidad de entrepierna y se presentó al concurso. Lo ganó. Automáticamente la agrupación se hizo merecedora del reconocimiento mediático. La conductora infantil Mirtha Patiño, némesis amable de la eterna y a veces excéntrica Yola Polastri, invitó al coro vencedor a presentarse en su sintonizado programa Villa Juguete, aquél espacio donde el co conductor era un ave parlante de espuma, el Loro Lorenzo. La fama, a diferencia del trabajo, no llega sola. Aquí había orfebrería vocal apuntalada en fe celestial.
Pero según parámetros terrenales el coro precisaba de dos requisitos sine qua non de todo grupo musical que se respete: nombre y uniforme. Lo primero fue providencial. Constaba de chaleco, corbata, a veces intercalada con corbatín tipo KFC, guantes blancos si la ocasión ameritaba etiqueta y calzado negro escolar tipo Teddy.
Este atavío era originalmente de color guinda. Un descuido en la lavandería – otros dirán intervención divina- lo convirtió en rojo, y así quedó. Acaso sería un mensaje. En la liturgia el rojo es el color de la fuerza del Espíritu Santo. Rojo es el color de la bandera peruana. Rojo es el color del uniforme de trabajo de Papa Noel, coyuntura brillantemente aprovechada por la Coca Cola desde los años 30. Todo esto es navidad.
Ponerle nombre al coro también fue un problema feliz. La propuesta inicial era el gentilicio tautológico: ya que venían del colegio Santo Toribio pues que se llamen Los Toribianos. El padre Aquino hizo una observación definitoria y enérgica:
– ¡Pero si son solo niños ¡
Así quedó la precisa nomenclatura, entre cariñosa y volumétrica, de Los Toribianitos. Seis años antes que los boricúas de Menudo y con contenidos más edificantes que el banal súbete a mi moto, nacía lo que alguien como Julio César Uribe llamaría el concepto de la boy-band religiosa renovable. La posta se daría cada vez que la naturaleza con su turbulencia hormonal arrasara con la voz pura de la inocencia.
Se estima que unos dos mil niños alguna vez pasaron por el coro. Estos veteranos del toribianismo, además de negar haber sido blanco fácil de bullyng y epítetos deshonrosos en torno a una virilidad en construcción, aseguran tener intacto el orgullo de haberse meneado al son de campana sobre campana. Su buen humor los delata. No se dicen a si mismo ex toribianitos sino toriviejos.
Sus voces, preservadas para la eternidad por las ondas sonoras, son ubicuas y constantes cada navidad, habiéndose presentado en los más prestigiosos escenarios tanto del Perú como del extranjero.
Imposible olvidar aquellas Teletones cuando Ricardo Belmont aún no era xenófobo y recibía a las estrellas internacionales con hospitalidad. Cómo olvidar la presentación junto con el mexicano Juan Gabriel, así como aquella vez que luego de presentarse en Trampolín a la Fama don Augusto Ferrando, con esa generosidad bombástica que lo distinguía, le regaló a cada Toribianito un pavo casi de su propio peso.
Bajo su diminutivo emblemático Los Toribianitos van camino a cumplir 50 años alegrándole las navidades a la mayor parte del país. Porque existe otro sector minoritario de antipatria, no podemos negarlo, que considera insufribles las melodías navicumbiamberas, las coreografías suedo caribeñas y el uniforme de talante norcoreano que distingue a estos candorosos ruiseñores en chaleco.
Es más, hay noticias de un grupo autodenominado Comando Anti Toribianito liderado por un antisocial que trabajaba en el aeropuerto internacional Jorge Chávez.
Este enemigo de la bonhomía navideña, bajo el pretexto de haber soportado durante casi una década de su amargada existencia los villancicos asincopados de los Toribianitos en las instalaciones del primer terminal aéreo cada diciembre, formó este grupo hostil dedicado a silenciar por siempre al cantarín ensamble coral.
Sobra decir que su tarea fue un rotundo fracaso. Ahora mismo debe estar haciendo hígado. Si es que no encuéntrese ya atragantado en su propia regurgitación, biliosa mezcla de panetón, fruta confitada y pavo que hace quedar al Grinch como buena gente.
Esa es la amargura que le brota al Toribianito hater en diciembre. Se le manifiesta al volver a oír trompetas, bongós y Casiotón acompañando el aflautado tono previo al flujo de tetosterona que inaugura la pubertad:
Somos los niños cantores
que vamos a pregonar.
La natividad señores
del Rey de la humanidad
Toribianitos, say no more. La navidad es vuestra.