Para todos tiene la muerte una mirada, dice Cesare Pavese en su tantas veces citado poema «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». El texto fue hallado en un cajón del velador de la habitación del hotel de Turín donde el poeta italiano se quitó la vida el 27 de agosto de 1950 tomando una sobredosis de somníferos.
A fines de los ochenta, el poeta peruano Luis La Hoz tomó prestado ese verso para titular la antología «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos: 33 poetas suicidas». En ella figuraban, además de Pavese, Georg Trakl, Malcolm Lowry, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnick, por mencionar solo algunos; entre los peruanos aparecen reseñados José María Arguedas, María Emilia Cornejo y Luis Hernández. Arguedas se aplicó un balazo, Cornejo ingirió una mortífera cantidad de pastillas, Hernández se lanzó a las vías de un tren.
Hace varios años leí «Fun Home: una familia tragicómica», la novela gráfica de la historietista norteamericana Alison Bechdel. Ella escribió y dibujó ese libro para tratar de entender la muerte de su padre, que se arrojó bajo las ruedas de un camión, incapaz de aceptar la homosexualidad de Alison y de seguir negando la suya propia. El parte policial indicaba que se trató de un accidente, pero Bechdel (y con ella, cada lector) sospecha firmemente que su padre, harto de sus frustraciones, se dejó atropellar.
Por esa época también me topé con «Lo que no tiene nombre», la novela donde la escritora colombiana Piedad Bonnet habla de Daniel Segura Bonnet, su hijo, que a los 28 años se lanzó al vacío desde el sexto piso de su edificio en Nueva York, cansado de combatir con los monstruos de la esquizofrenia. El libro es la crónica brutal y desgarrada que Bonnet escribió buscando redimirse a la vez que comprender cómo fue que su hijo se internó en la noche sin regreso de la locura.
En los mismos días, quizá ya obsesionado con el tema, busqué “Agosto”, la película de John Wells, inspirada en la premiada obra de teatro de Tracy Letts. Ahí es el patriarca de la familia quien se sumerge en las aguas de un lago, escapando de una esposa drogadicta y de una depresión que iba a terminar con él tarde o temprano.
Por esa época también me topé con «Lo que no tiene nombre», la novela donde la escritora colombiana Piedad Bonnet habla de Daniel Segura Bonnet, su hijo, que a los 28 años se lanzó al vacío desde el sexto piso de su edificio en Nueva York, cansado de combatir con los monstruos de la esquizofrenia.
Recuerdo vívidamente lo mucho que me impresionó, a los diez años, la noticia del suicidio de un amigo seis años mayor. La primera versión que corrió por el barrio fue que la pistola de su padre se había disparado accidentalmente mientras él la manipulaba, pero luego, a medida que fuimos creciendo y recordando la vida tempranamente excesiva y solitaria de nuestro buen amigo, la idea del suicidio se hizo patente. Lo mismo me pasó cuando, tras una ardua investigación familiar, encontré en mi árbol genealógico dos tíos cuya desaparición súbita solo podía explicarse por un deseo de autoeliminación. Y hace muy poco quedé muy impactado al enterarme del suicidio de un amigo del colegio a quien siempre asocié con la alegría y la vitalidad. Pocos días después ocurrió el aparente suicidio de Diego Bertie.
Dos semanas atrás, en Panamá, una escritora me dijo que, durante la pandemia, las medidas restrictivas fueron tan fuertes –rigurosa cuarentena de dos años– que el número de suicidios entre adolescentes se incrementó a unos niveles escalofriantes. En otras partes del mundo se han producido fenómenos similares.
La última conclusión del suicida, la última idea que ronda su cabeza, es que no tiene propósito continuar una vida que se ha tornado estéril. ¿Es ese un convencimiento equivocado? ¿Nos toca juzgarlo a nosotros? Cada quien tiene su respuesta. Lo importante es mantenernos alerta, observar comportamientos, no dar por sentadas las cosas, porque el suicida puede estar entre nosotros, agotando su paciencia, alistándose en silencio para desaparecer, huir, y sembrar entre la gente que lo quiso una incógnita que nadie nunca sabrá despejar.