A mediados de los noventa, un amigo me mostró unos casetes que acababan de llegar a sus manos. Dijo que eran de un grupo de humoristas argentinos. Inmediatamente pensé en algo equivalente a Luis Landriscina, Coco Legrand o Los Caporales, cómicos sudamericanos cuyos casetes había descubierto años atrás en un mueble de mi padre y que básicamente se dedicaban a tocar la guitarra y contar chistes. Esto que me mostraba mi amigo era distinto. Muy distinto. El grupo argentino se hacía llamar Les Luthiers y su humor era a la vez musical, inteligente, irónico, generoso en juegos de palabras y referencias cultas. Nunca habíamos escuchado algo parecido. No contaban chistes propiamente, sino que actuaban historias ingeniosas, llenas de personajes cándidos, disparatados o bufonescos, bautizados siempre con nombres ridículos y que atravesaban situaciones de lo más absurdas.
Con el paso de los días nos enteraríamos de que en cada presentación ejecutaban peculiares instrumentos construidos artesanalmente por ellos mismos usando todo tipo de artefactos caseros (desde latas y bidones hasta asientos de inodoro), pero en esas primeras tardes –de esa época en que podías pasar largas horas en casa de un amigo frente a un reproductor de casetes– nuestra referencia era únicamente auditiva, sonora. Oíamos las grabaciones de sus shows en vivo, así que nos reíamos sin verlos, nos reíamos de sus palabras, nos reíamos incluso de cómo se reía el público durante esos largos silencios en los que era evidente que algo estaba sucediendo allí arriba en el escenario, algo que nosotros solo podíamos imaginar o intuir.
Rápidamente mi amigo y yo nos volvimos fanáticos de Les Luthiers e hicimos partícipes de ese fanatismo a otros tres. Entre los cinco fuimos consiguiendo los demás casetes –en horribles versiones pirata agenciadas seguramente en galerías clandestinas del centro de Lima– y pasábamos día y noche escuchando las rutinas y espectáculos de los argentinos hasta aprenderlos de memoria. Alguien pronto adquirió y luego circuló los primeros VHS de sus presentaciones y recién allí pudimos identificar a los integrantes: el flaco Jorge Marona, el hippie bigotón Carlos López Puccio, el músico Carlos Núñez Cortés y, los más notables, el histriónico Daniel Rabinovich y Marcos Mundstock, cuya voz grave y elegante era un auténtico sello de calidad.
Fue entonces cuando decidimos imitarlos.
Formamos un quinteto denominado «Los Farsantes» y durante una larga etapa –demasiado larga, quizá–, en cada fiesta de cumpleaños de amigos en común, irrumpíamos en medio de las reuniones con guitarras en las manos para montar breves obras musicales que, siendo graciosas, no eran otra cosa que burdas malas copias de las creaciones de Les Luthiers.
Años más tarde, en abril de 2002, a pesar de que ya habíamos dejado de cantar en cumpleaños y de que nuestro fanatismo hacia el grupo argentino se había relajado, no dudamos en comprar entradas cuando se anunció su llegada a Lima para ofrecer el show «Bromato de Armonio» en el centro de convenciones del Jockey Plaza (hoy Sodimac). El lugar estaba lleno. Nos reímos sin parar con «La Comisión», «La Hija de Escipión», «Educación sexual moderna» y con el bolero fuera de programa, «Perdónala». Salimos del concierto con el entusiasmo renovado, tanto que tuvimos la idea de retomar nuestras farsas musicales, proyecto que felizmente abortamos a las pocas horas.
Rápidamente mi amigo y yo nos volvimos fanáticos de Les Luthiers e hicimos partícipes de ese fanatismo a otros tres.
En el 2007 los vi en un teatro de Buenos Aires. Temí encontrarlos acabados, pero no, seguían intactos, geniales dentro de sus esmoquin.
Es por todo esto que la muerte de Marcos Mundstock, ocurrida hace seis días, me ha apenado sinceramente. Lo mismo me pasó hace cinco años, cuando falleció Daniel Rabinovich. Es muy difícil que la agrupación pueda rearmarse después de estas dos bajas; Rabinovich era la comedia personificada; Mundstock era el líder, el creador, el que apelaba a una falsa solemnidad precisamente para burlarse de la gente solemne.
En mi caso, no se trata solo de la desaparición de dos personajes brillantes, sino de dos tipos que marcaron buenos años de mi juventud, a los que secretamente regresaba cuando la vida no regalaba muchas razones para reírse.
Cuando mueren los artistas, la mejor forma de velarlos es revisitar su obra. Toca hacer eso con Mundstock, escucharlo otra vez para despedirlo con risas, para llorarlo sin parar a carcajadas.
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