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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 24 de diciembre del 2018

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 24 de diciembre del 2018

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Todos hemos leído o al menos oído hablar de «La vendedora de fósforos», el clásico cuento navideño de Hans Christian Andersen, también conocido —el cuento, no el autor— como «La pequeña cerillera» o «La niña de los fósforos».

La versión que me tocó leer de niño era parte de una colección infantil denominada «El País de los Cuentos», publicada en los años setenta por la editorial alemana Froebel-Kan. Eran libros de tapa negra, ilustrados con fotografías de marionetas. Los personajes parecían vivir dentro de esas páginas de cartón duro.

La misma historia de la vendedora de fósforos, que de niños nos conmovió provocándonos tristeza o melancolía, leída de adultos, ya plenamente atentos al contenido político-social que muchos de esos clásicos traen en su bajorrelieve, provoca indignación, también culpa.

Y es que «La vendedora de fósforos» —inspirada presuntamente en una niña que Andersen conoció en su paso por Bratislava, Eslovaquia— no trata de Navidad exactamente, sino de las miserias que el escritor ya detectaba en la sociedad de su época y que se mantienen plenamente vigentes en la nuestra.

El cuento, por ejemplo, denuncia la explotación infantil: la niña es forzada por su madrina a vender toda su mercancía en la víspera de la fiesta familiar más extendida del planeta. Si en cualquier momento del año, un niño trabajando es un escándalo, que ocurra en Navidad es insoportable.

El cuento aborda el sentido de lo familiar: muertas las abuelas y la madre, las mujeres que la pequeña vendedora más quería en el mundo, su madrina abusiva se hace cargo de su tutela. Se trata de su prójimo más cercano por consanguineidad, ¿pero podemos decir que son familia?

Si en cualquier momento del año, un niño trabajando es un escándalo, que ocurra en Navidad es insoportable.

El cuento subraya la indiferencia hacia los pobres: la gente pasa de largo cuando ve a la niña, hombres y mujeres dicen estar apurados y le brindan el trato en que muchos adultos hoy deparamos a los indigentes; un cochero incluso le llama la atención luego de haber estado a punto de arrollarla.

El cuento muestra las enormes desigualdades: algo funciona muy mal en una ciudad donde la Navidad se celebra de maneras muy distintas no por razones culturales ni religiosos sino exclusivamente económicas. La fastuosidad convive con la carestía. El exceso con las privaciones. Lo vemos en el texto de HCA, también en nuestro alrededor.

El cuento se preocupa por mostrar los devastadores efectos del frío en la población vulnerable: la niña se pasa la noche en una esquina y, producto del hambre y de los temblores corporales causados por la baja temperatura, tiene que cobijarse bajo la insignificante lumbre de los fósforos (qué más perverso que un mundo en el que un menor tiene que echar mano de su propio material de trabajo para protegerse). El autor dice que, a través de la llama de cada fósforo, la niña «ve» árboles navideños, una mesa llena de comida y hasta se ‘encuentra’ con su madre, pero, claro, solo es una forma de decir que está alucinando o delirando. Algo no muy distinto deben padecer las seiscientas personas que mueren al año en el Perú producto de neumonías y pulmonías provocadas por el frío.

Finalmente, el cuento critica la hipocresía: cuando a la mañana siguiente la niña aparece muerta, todos los transeúntes se mortifican y rajan las vestiduras preguntándose cómo es posible que una «pobre niña» haya tenido tal suerte. Ese cinismo no solo lo conocemos de sobra, sino que muchas veces somos sus intérpretes más descarados. Que la niña muera sonriendo, como si dijera «ahora estoy en un mejor lugar», es la salida que Andersen encuentra para burlarse de los hipócritas.

Que esta Navidad sirva, como todas, para estar más unidos. Pero también para aprender a mirar con sensibilidad lo que sucede más allá de nuestra mesa, nuestra casa, nuestra barriga llena.

 

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