De los autores que conocí este año en el Hay Festival de Arequipa de la semana pasada, uno de los que más llamó mi atención fue el español Santiago Beruete. En realidad lo conocí el último día del festival, y ni siquiera en el centro de la ciudad sino en el aeropuerto, mientras ambos esperábamos nuestros respectivos vuelos de regreso.
Solo después de escucharlo un rato entendí que se trataba del «filósofo de los jardines» que tantas veces oí mencionar durante los días del festival. No había podido oír en vivo ninguna de sus tres conferencias, pero de pronto estaba allí, a mi lado, contándome algunas de las ideas que sostiene en sus libros, uno de ellos titulado «Jardinosofía, una historia filosófica de los jardines» (editorial Turner, 2016), que acabo de pedir por Internet, y que en una de sus páginas iniciales lleva un hermoso proverbio árabe:
«un libro es como un jardín que se lleva en el bolsillo».
A medida que oía las palabras de Santiago pensaba constantemente en mi madre, en que siempre la he asociado con los jardines. Desde niño la he visto regar su jardín en ceremonias prolongadísimas en las que no solo se dedicaba a echar agua a las plantas; también les hablaba, les cantaba, les silbaba, las acariciaba, ejercía hacia ellas un tipo de maternidad que de chico no lograba comprender. A veces incluso me pedía que la ayudara a mudar las macetas de un lugar a otro, como si los helechos, hortensias o buganvilias se quejaran ante ella de lo aburrido que resultaba estar demasiado tiempo en una misma ubicación. En los días de verano, cuando no colocaba los aspersores, mi madre podía pasarse toda la tarde y parte de la noche disparando su manguera benefactora sobre todas esas criaturas que, pareciendo inertes, reclamaban secretamente su atención.
Gracias a su perseverancia nuestro enorme jardín siempre fue un pulmón brioso, un territorio colorido, igual de variado que un vivero. Ahí estaba el manzano, allá el limonero, más allá los árboles de los que brotaban paltas y tomates. Cuando éramos chicos mi hermano y yo no entendíamos la pureza del oficio jardinero de nuestra madre, y saltábamos a ese gramado con aguerridas ínfulas futboleras y más temprano que tarde estrellábamos una Viniball de paños rojos contra las ramas enclenques de muchos de esos arbolitos incipientes y deforestábamos en segundos su trabajo de meses.
Pero volvamos a Santiago Beruete, quien dice muchas cosas interesantes, como que jardinería y filosofía van de la mano (por eso suele hablar de «sabio y savia»); y que cuando cultivamos plantas, ellas también nos cultivan, ya que para sacar adelante un huerto uno tiene que ejercer la paciencia, la constancia, la tenacidad y la esperanza. En ese sentido, asegura, «el jardín es una escuela de virtudes éticas». Escuchándolo pensaba que quizá mi madre salía continuamente al jardín a encontrarse consigo misma y hallar un poco de la calma que no tenía en casa, donde nosotros (y mi padre) a menudo la sacábamos de quicio con nuestras tonteras y la irritábamos como irrita una espina.
Además de haber sido un tópico tratado por los griegos (Sócrates, Lucrecio, Virgilio, Epicuro), el tema de los jardines está asociado a las grandes mitologías del cristianismo. ¿De dónde fueron echados Adán y Eva, los padres de la humanidad según la Biblia? De un jardín. ¿Y a dónde vamos a parar al morir según esa misma tradición? A otro jardín.
Para Santiago, los seres humanos siempre ajardinan sus sueños (me gusta ese verbo: ajardinar), es decir que engalanan con árboles y flores su idea de lo que es una buena vida. Es cierto: ya desde pequeños se nos enseña a dibujar la prosperidad familiar como una casa rodeada de flores (aunque eso no siempre se corresponda con la realidad). Lo cierto es que la jardinería, entendida desde la filosofía, puede enseñarnos a tener una buena vida, o al menos a desearla.
Termino esta columna con otro proverbio –esta vez chino– extraído de «Jardinosofía»:
«Si quieres ser feliz una hora,
bebe un vaso de vino;
si quieres ser feliz un día, cásate;
Si quieres ser feliz toda tu vida,
hazte jardinero».
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