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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 13 de agosto del 2018

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 13 de agosto del 2018

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Saber de dónde venimos y quiénes somos. Averiguar nuestras raíces. Investigar nuestra sangre. No sé si se debe a la cercanía del bicentenario de la independencia (y a todo lo que remueve una efeméride como esa), pero lo cierto es que desde hace ya un tiempo los peruanos tratamos de descifrar nuestra procedencia-identidad con más ahínco del acostumbrado.

Se trata, por supuesto, de un debate sensible en un país donde el color de la piel, los ojos, el cabello, además del apellido, la procedencia, el distrito de residencia, el local de estudios, las costumbres innatas, los gustos adquiridos, las amistades o el acento —para no hablar ya del dinero ni la ideología— siguen siendo algunos de los prejuiciosos indicadores con que definimos «el lugar» que cada quien ocupa en la sociedad.

Recordemos que el año pasado, con el Censo Nacional —en su famosa y polémica pregunta 25—, se nos preguntó si nos sentimos o consideramos parte de algún grupo étnico, ya sea pueblo indígena, población afroperuana, mestizo u otro. La pregunta se juzgó imprecisa y confusa; algunos incluso vaticinaban que no mediría fielmente la realidad, pues los ciudadanos de una etnia, ya sea por vergüenza o desinformación, podían presentarse como miembros de otra. Pero lo relevante es que fue la primera vez que el Estado les preguntó a sus ciudadanos «cómo se sienten, cómo se consideran», dándoles la prerrogativa de nombrar su colectivo social. Quizá hubo un gran margen de error, pero como nunca antes el empadronado fue juez de sí mismo, y ya solo ese cambio de rol implica un avance.

Mi padre nació en Buenos Aires. Mi madre en Cajamarca. Tengo antepasados que nacieron en ciudades tan disímiles como Lima, París, Montevideo, Huánuco, Pasco y Trujillo. De un lado soy Cisneros, del otro Sánchez. He crecido escuchando tangos, valses, huaynos; comiendo milanesas, chupes verdes, sopas Shambar; jugando en quintas privadas y unidades vecinales; visitando Paracas, Miami, también la Colpa, Otuzco, Porcón. Considerando esos orígenes y costumbres deduciría que tengo de costeño y serrano a partes iguales, es decir sería un «mestizo». Sería.

Según los investigadores, el 70% de la población mestiza es nativa. Sí, nativa. Es decir que, si tú te considerabas mestizo, deberías mirarte como nativo. O como dice el doctor Heinner Guio, especialista en medicina molecular, «más que de inga y de mandinga tenemos de quechua y machiguenga». 

Hace poco, el Instituto Nacional de Salud, presentó los resultados de su ambicioso estudio acerca del Genoma Humano Peruano, proyecto que se encaminó explorando la diversidad genética de pobladores nativos y mestizos de diecisiete comunidades para construir algo así como el árbol genealógico del Perú. Según los investigadores, el 70% de la población mestiza es nativa. Sí, nativa. Es decir que, si tú te considerabas mestizo, deberías mirarte como nativo. O como dice el doctor Heinner Guio, especialista en medicina molecular, «más que de inga y de mandinga tenemos de quechua y machiguenga». 

La semana pasada, el 9 de agosto, día internacional de las comunidades indígenas o nativas, pasó casi desapercibido. Confieso con vergüenza que sé muy poco de las poblaciones originarias del Perú, fuera de que muchas de ellas han perdido su lengua materna, de que padecen los cupos del narcotráfico y las mafias madereras, de que sus líderes son asesinados; sus mujeres violentadas, sus niños esclavizados. La suya es una realidad infrahumana que no se logra ver ni dimensionar desde la perspectiva urbana.

Es precisamente esa vergüenza la que me lleva a preguntarme por qué somos tan ajenos a esos hombres y mujeres cuya sangre compartimos, como ya se ha visto, en altísimos niveles. Llevamos sangre nativa, pero no tenemos los problemas de los nativos, por eso no nos identificamos, por eso no nos importan, o sí, pero no tanto. Quizá, como ocurre en ciertas familias, hemos encontrado en la distancia una forma de convivir más «práctica» o «llevadera» o «cómoda». Eso funciona un rato. Pero tarde o temprano vuelven las preguntas incómodas, las necesarias: esas que toma siglos responder. Quiénes somos. De dónde venimos. A qué lugar pertenecemos.

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