La familia Condorcanqui Bastidas tenía una posición económica holgada, tierras y una vida próspera. José Gabriel era cacique, arriero y heredero del título y rango de emperador inca. Micaela era administradora del hogar y de los negocios familiares. Juntos tuvieron 3 hijos: Hipólito, Mariano y Fernando. Aparentemente, en un contexto de opresión, sometimiento y abusos, eran unos privilegiados. Hasta que un día concibieron una idea absolutamente disparatada bajo la dominación española: dirigir sus vidas de acuerdo a su propia voluntad.
“Por la libertad de mi pueblo he renunciado a todo. No veré florecer a mis hijos…”, dejó escrito Micaela Bastidas Puyucahua, nacida en 1745 en Pampamarca o Tamburco (la Historia no se pone de acuerdo), en Cusco. Hija natural de un descendiente africano y una indígena, se sabe poco sobre sus primeros años de vida. De su adolescencia, únicamente, que se casó a los 15 años con el inca niño con el que jugaba en la infancia.
Lo que sí se sabe es que ejerció un cargo mucho más importante que el de colaboradora de Túpac Amaru II en la rebelión que sembró el camino hacia la Independencia. En las cartas que dejó se revela como informante, organizadora del ejército, consejera y estratega. Sin dejar de dirigirse a su marido cariñosamente como Chepe mío, Micaco, según firmó algunas de sus cartas, ordenaba cortar un puente “a la brevedad posible” y “con la precaución correspondiente”. En estas cartas también revela su afán por conseguir más combatientes. “Yo me hallo en Pomacanchi haciendo más gente porque en Tungasuca había salido con poca. Hay noticias que del Cusco han salido y la primera tropa en Urcos. Por Paruro también quieren cercarnos”. El tono de sus misivas, que no se sabe si salieron de su puño y letra o se las dictó a un escribano de confianza, es siempre el de una guerrera en pie de lucha.
“Por la libertad de mi pueblo he renunciado a todo. No veré florecer a mis hijos…”
Los españoles, en la cacería a los rebeldes, ofrecieron múltiples títulos y premios económicos a quienes contribuyeran con su captura, pero ningún perdón o beneficio para quien diera con “la mujer del rebelde”, considerada, según Carlos Daniel Valcárcel en su libro La rebelión de Túpac Amaru, “más temida que jefe ninguno”.
La historia llega a su fin de la manera trágica que ya conocemos. Micaela fue ajusticiada junto a su marido, uno de sus hijos y centenares de colaboradores, y sus cuerpos fueron despedazados y colocados en distintos puntos como advertencia para los futuros rebeldes. Las mujeres que la acompañaron en la sublevación (73 y 17 niñas) formaron parte de esa caravana de la muerte que las obligó a recorrer 1,400 kilómetros descalzas, desde Cusco hasta el Callao, para luego ser enviadas a cárceles en México o España. Solo 15 mujeres alcanzaron su triste destino.
Es prácticamente imposible reconstruir las motivaciones y vida privada de Micaela. La sentencia contra los rebeldes ordenó eliminar sus apellidos y presencia hasta la cuarta generación. Quemaron sus pertenencias, asesinaron a sus allegados, desterraron a sus hijos sobrevivientes y arrasaron su hogar hasta no dejar ningún rastro de su existencia. Pero esa rama enterrada, como la llama el poeta Alejandro Romualdo, tendió sus raíces. Su grito de libertad se expandió durante decenas de años de forma subterránea, lenta y serena hasta brotar nuevamente en la tierra. Y así fue como Micaela logró vivir para siempre.
Micaela Bastidas Puyucahua (1745-1781)