Mafalda nació para vender electrodomésticos en una campaña de publicidad encubierta. A Quino, su autor, se le ocurrió dibujar una niña que llevaría un peinado como un casco coronado por ese lazo que guarda toda la inocencia que ella no. Viviría en el barrio de San Telmo, pertenecería a una familia de clase media, amaría a The Beatles y odiaría la sopa. La campaña nunca vio la luz, pero las tiras cómicas empezaron a publicarse un año después en la revista Primera Plana.
Entonces, empezaron las grandes preguntas. “¿Cómo era que eran los derechos humanos?”, “¿qué era eso de Vietnam?”, “¿por qué hay gente pobre, mamá?”, “¿papá, podrías explicarme por qué funciona tan mal la humanidad?”, “¿qué quiere decir “yo misma”?”, “¿qué importan los años?”.
“Tus preguntas siempre traen problemas”, le contesta el papá.
Y es verdad. Mafalda es la niña a la que le gusta el ajedrez, los vaqueros, la radio o columpiarse, pero también la que hace preguntas incómodas y problemáticas en su afán de buscarle una solución al mundo, cuestionando el comunismo, el capitalismo, el imperialismo o las dictaduras y, sobre todo, rechazando la injusticia.
“Tus preguntas siempre traen problemas”, le contesta el papá.
La vida familiar de Mafalda ocurre en la década de los sesenta. Su madre ha dejado la universidad para ser ama de casa y su padre, a quien le gustan las plantas, trabaja en una oficina aburrida. Mafalda los pone constantemente contra las cuerdas. En su lucha feminista, cuestiona a su madre -tanto como a su amiga Susanita- por dedicarse únicamente a las labores del hogar, cuando ella ambiciona ser traductora de la ONU, viajar al espacio o ser presidenta del mundo. El padre tampoco se libra de sus críticas. “¿Qué decís, premio Nobel de la maceta?”, le increpa.
Alrededor de Mafalda orbitan una galería de personajes que representan identidades reconocibles a nuestro alrededor: Miguelito, el soñador y egocéntrico; Felipe, el gran procrastinador; Manolito, el representante del capitalismo y la ambición; Libertad, la contestataria; Guille, el pequeño aprendiz de la vida; Burocracia, la tortuga o El Mundo, ese personaje silencioso que nos recuerda que en otros lugares del globo terráqueo todo puede ir, incluso, peor.
Alrededor de Mafalda orbitan una galería de personajes que representan identidades reconocibles a nuestro alrededor
Quino dejó de dibujar a Mafalda en 1973 porque se sentía “como un carpintero que tiene que hacer la misma mesa, y yo también quería hacer puertas, sillas o banquitos”. La angustia vital de la sociedad argentina de los años sesenta, narrada a través de las andanzas de un grupo de niños imaginados, quedó congelada en el tiempo. Pero Mafalda salió de San Telmo para proyectarse, como ocurre con los grandes personajes literarios, en la vida de miles de personas capaces de ver en la niña sabelotodo un espejo donde reflejarse y transformar esa vieja y extendida angustia en una risa liberadora.
En 1966 se publicó el primer libro de Mafalda y dos días después se vendieron 5,000 ejemplares. Desde entonces su recorrido es imparable. Ha sido traducida a más de 30 idiomas, ha protagonizado desde parques y plazas hasta películas y campañas de derechos humanos. Mafalda, a veces pesimista y casi siempre clarividente, es la niña que todos queremos ser pero no queremos tener cerca, la de las preguntas difíciles y la que invita, en un juego de palabras que expone distintas capas de significados, a repensar constantemente la porción del mundo que habitamos.
Gracias, Quino.