“Poseía unos grandes ojos ensimismados -quizás su belleza más precisa- que solían estar cubiertos por enormes rulos oscuros que recorrían su cara, ocultándola un poco, quizás protegiéndola”. Así describe Hugo Coya, en su libro Estación final, a Madeleine Truel Larrabure, la peruana que formó parte de la Resistencia francesa frente a la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial y vivió sus últimos días en el campo de concentración de Sachsenhausen, al norte de Berlín.
La historia triste y heroica de Madeleine está marcada por la temprana muerte de sus padres, franceses de nacimiento y peruanos de adopción. La última de 8 hermanos creció en la Lima de principios de un prometedor siglo XX cuyas luces se fueron apagando con el correr de los años.
De vivir en una familia acomodada pasó a experimentar apuros económicos que la llevaron a trasladarse a Francia bajo el amparo de unas tías. Madeleine empezó a cursar estudios de Filosofía en La Sorbona y luego consiguió trabajo en un banco. Pero el estallido de la guerra y la pronta invasión nazi torció la vida y los planes de cientos de miles de personas en Europa. La de Madeleine no fue la excepción.
En enero de 1942 fue atropellada por un camión del ejército alemán que le dejó una invalidez de un año y una cojera permanente como secuela. Aprovechó este tiempo para escribir el libro El niño en el metro, dedicado a Pascal, hijo de unos migrantes judíos rumanos que vivían en su mismo edificio. Fue a través de ellos, y de los arrestos y golpizas que alcanzaba a ver desde su ventana, que empezó a mostrar una gran empatía y solidaridad con los judíos perseguidos durante la guerra.
Madeleine decidió unirse a la Resistencia y rápidamente se convirtió en una extraordinaria falsificadora de documentos, sobre todo de pasaportes. Bajo el seudónimo de Marie, creado para evitar a la Gestapo, Madeleine salvó a muchos judíos prófugos y a soldados aliados de caer en manos del bando invasor.
Pero el anonimato no le duró mucho tiempo. En junio de 1944 fue apresada cuando iba de camino a recoger la valiosa tinta con la que realizaba sus falsificaciones. Fue sometida a todo tipo de torturas para que delatara a los integrantes de la red de la que formaba parte. Ni los dolores más extremos pudieron doblegarla. Entonces fue trasladada al campo de concentración, donde se dedicó a sustraer alimentos de la cocina para dárselos a los más débiles y a animar a las prisioneras con sus historias sobre el lejano Perú.
Entonces fue trasladada al campo de concentración, donde se dedicó a sustraer alimentos de la cocina para dárselos a los más débiles y a animar a las prisioneras con sus historias sobre el lejano Perú.
Madeleine no falleció en el campo de concentración sino durante la llamada “marcha de la muerte” o caminata forzada, sin alimentos y en situaciones extremas a las que se vieron sometidos los prisioneros de los campos justo antes de que terminara la guerra.
“Entonces se derrumba, no reacciona y alguien propone cargarla, pero están tan exhaustos y débiles que deben levantarla entre todos. Avanzan como una procesión, con Madeleine sobre sus cabezas, sintiendo que el piso tiembla por las explosiones. Cuando llegan al final del bosque, el sol empieza a ocultarse detrás de las montañas y en el cielo se cierne un puñado de nubes negras”.
Así describe Raúl Tola el último aliento de vida de Madeleine en su novela La noche sin ventanas.
Si bien la vida de Madeleine inspiró la investigación de Hugo Coya y la novela de Raúl Tola, su figura y heroísmo pasaron prácticamente desapercibidos en nuestro país. Hasta hace un par de semanas, que se inauguró una escultura en su honor en el parque Itzhac Rabin de Miraflores.
La pieza, obra y donación de la escultora judía norteamericana Varda Yoran, muestra a una mujer sin rasgos definidos que sostiene una pluma gigante (también podría ser un fusil) entre las manos. A sus pies, sobre una pila de libros, se puede leer la frase “Con su pluma salvó muchas vidas”.
Madeleine Truel Larrabure
(1904 – 1945)