Solo un oráculo podría adivinar la fecha exacta del nacimiento de Lola Flores. Pudo nacer en enero o en febrero, en 1923 o en 1928. No importa. Lo que sí se sabe es que su primera escuela de canto fue la taberna que su padre -quien hubiera preferido ser torero- regentaba en Jerez de la Frontera. Aquí, donde se reunían varios artistas y viejos flamencos, aprendió a bailar al mismo tiempo que a caminar. Según su madre, de quien heredó la sangre gitana, de pequeña improvisaba un escenario en la casa y se tiraba al suelo a llorar si toda la familia no la aplaudía.
Así nació la artista que empezó a foguearse en bautizos, comuniones y pequeñas fiestas de pueblo, donde de adolescente se disfrazaba de mujer mayor entre los corrales de las gallinas y las cabras. Con una fe inquebrantable en sí misma, se mudó a Madrid para probar suerte en el cine y luego ser telonera de una compañía de canciones y bailes españoles. Entonces se le empezó a conocer como “Imperio de Jerez, joven canzonetista y bailarina”.
Luego, todo ocurrió muy rápido: los amores, los conciertos, las películas, los viajes, la fama, los hijos o las frases para la posteridad. Como la vez que le preguntaron si acaso fingía cuando hacía todo ese despliegue de rabia y entrega y voracidad en cada interpretación. ¿Era verdaderamente dueña de todo ese temperamento? “Nada, hijo, yo soy así, intuitiva. Siento palomas por dentro. Salgo a trabajá y no sé lo que voy a hacer”, respondió.
Los años cincuenta fueron la gloria. Entre 1953 y 1964 rodó 9 películas en México gracias a un acuerdo millonario con Suevia Films. ¡Ay, pena, penita, pena!, película dirigida por Miguel Morayta y copla andaluza compuesta por el trío Quintero, León y Quiroga, fue un éxito rotundo. Agustín Lara, después de oír su versión de María Bonita, le puso el apodo que la definiría para siempre: La Faraona.
En casa, Madrid, también vivía su condición de estrella y, algunas veces, asistía a las recepciones del dictador Francisco Franco para darse un baño de poder. Años más tarde, ella, a su manera, echaría tierra sobre el tema: «Dicen que soy la Lola de Franco, pero esos son seudónimos que me saca la gente. Soy del pueblo».
Entre 1958 y 1963 tuvo a sus tres hijos (Lolita, Rosario y Antonio) con el guitarrista gitano Antonio González Batista, alias El Pescaílla, quien para muchos fue el verdadero inventor de la rumba catalana. Lolita y Rosario siguieron sus pasos en la música con bastante éxito. Antonio, también músico y compositor, no pudo soportar la pérdida de su madre y se quitó la vida 14 días después de su fallecimiento.
Sin embargo, después de estos dos duros golpes, la familia Flores se mantuvo en pie y continuó la estela de Olé Olé, como llamaban los nietos a la abuela Lola. Alba Flores, hija de Antonio, es actriz y protagonista de series como La Casa de Papel o Vis a vis, al igual que Elena Furiase, hija de Lolita, también actriz.
“Estoy en la Enciclopedia Mundial como un ser especial español”, dijo alguna vez la mujer que siempre estaba en la edad, según decía, de sentir una gran pasión por un hombre. Además de sus míticas presentaciones en vivo (una vez perdió un arete y detuvo el show: “ustedes me lo vais a devolver, que mi dinerito me ha costao”), rodó casi cuarenta películas. También dejó interpretaciones memorables, como “A tu vera”, “La zarzamora” o “Cómo me las maravillaría yo”, entre otras.
A finales de los años ochenta la acusaron de fraude por no pagar impuestos. Ella, con la gracia que le sobraba, pidió una contribución a cada español para saldar su deuda, cosa que por supuesto no ocurrió, pero la frase, como tantas otras suyas, quedó para el recuerdo. “Si cada español diera una peseta, saldría de la deuda”, dijo con desparpajo.
Tuvo de todo, pero quería más, algo tan intangible como el prestigio de una actriz a la que contrataran para interpretar personajes dramáticos, como Anna Magnani o Irene Papas, a quienes admiraba profundamente. “Se creen que solamente canto y bailo y soy graciosa y soy temperamental. Tengo algo más adentro”.
Decía Federico García Lorca que el duende era un poder y no un obrar, un luchar y no pensar. “Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto”, escribió el poeta. Lola Flores, en términos lorquianos, tenía duende. Tenía un jardín de duendes que le brotaban del fondo de la tierra en cada una de esas actuaciones delirantes, donde incluía trucos, poesía, bailes, copla, lecciones de vida, romanticismo, rumba, peinetas, melena desbocada, desgarro, batas de cola, comedia, folclor y drama en vivo.
Lola Flores murió víctima de un cáncer de mama con el que luchó durante 25 años y 150 mil personas fueron a despedirla al Centro Cultural de la Villa.
Lola Flores inventó el género Lola Flores. Era única e inclasificable. Un mito que, según el escritor Terenci Moix, surgió de la insolencia y el descaro popular. “Sobre el escenario era un terremoto incandescente, un jaleo rebelde, un derrame constante”, escribió Moix. Estas características hicieron que The New York Times publicara una crítica sobre su presentación en Estados Unidos que respira todo el desconcierto y la admiración que despertaba La Faraona:
“No canta. No baila. No se la pierda”.
Lola Flores (1923 -1995)