Nicolás Astete Carbajal no fue, hasta donde se sabe, una celebridad. Fue algo mucho más importante: un profesor.
Durante décadas enseñó Lengua & Literatura en la secundaria del colegio Carmelitas, aunque no solo allí. Me tocó ser su alumno en cuarto de media. Dos años antes le había enseñado el mismo curso a la promoción de mi hermana, así que tenía suficientes referencias, todas positivas, acerca de su carácter y metodología. Todas se confirmaron en los meses siguientes. Es interesante: en una época en la que la mayoría de profesores imponía sus lecciones y desarrollaba hacia los alumnos un trato no precisamente empático, basado en la jerarquía, el orden y la disciplina, Nicolás Astete prefirió siempre ser horizontal, gentil, desconcertantemente amable, tanto que hasta nos pedía que lo llamáramos “Nico”, como si fuera uno de nosotros, como si su lugar natural estuviera entre las carpetas, no al frente, detrás del pupitre. Lo puedo ver ahora mismo ingresando al salón: la melena prolijamente peinada, los bigotes tupidos, la camisa impecable debajo del abrigo marrón, la sonrisa automática, las manos abiertas.
Hacerse querer, sin embargo, no le impedía enseñar, solo que su método no era memorístico ni científico, sino más bien intuitivo. Daba sus lecciones, leía poesía en voz alta y escrutaba nuestros rostros esperando alguna reacción, o quizá ninguna. Y si descubría dibujando a algún chico de la última fila –pienso en Javier Marzuka, Leonardo Oliva o Martín Garro–, en vez de regañarlos, estimulaba su creatividad, la misma que otros profesores castraban sin disimulo. Eso hacía el gran Nico: usaba su poder para reforzar en nosotros la autoestima que otros minaban. Gracias a él, o a sus clases, o al ánimo con que uno salía después de escucharlas, se volvían un poquito más soportables las dos horas de Física, Química o Economía Política. Solo un poquito.
Hacerse querer, sin embargo, no le impedía enseñar, solo que su método no era memorístico ni científico, sino más bien intuitivo
Un día de 1990 se anunció el primer concurso de Oratoria en la historia del colegio. Los elegidos de cada salón se medirían en el patio, frente a todos los alumnos y profesores de secundaria. Me entusiasmé con la idea, no tanto por el discurso en sí, sino por la posibilidad de que la chica de segundo de media que me gustaba por esos días viera mi presentación y desarrollara una súbita atracción, si no hacia mí al menos hacia mis palabras.
Mi padre se esmeró en ayudarme en la composición, pero fue Nico Astete quien fungió de entrenador para que esa presentación en público fuera un éxito rotundo. Recuerdo que durante varios recreos, mientras el resto del alumnado jugaba o conversaba o comía en las gradas del patio –entre ellos la chica de segundo de media que me ignoraba con olímpica frialdad–, Nico me citaba en la biblioteca para adiestrarme en el arte de la oratoria. Uno de esos días me preguntó si sabía quién era Demóstenes; estuve a punto de responderle que sí, pensando en el gato anaranjado, de camisa púrpura, que aparecía en los dibujos de Don Gato y su Pandilla. Menos mal guardé silencio. “Era el supremo orador de la antigua Grecia; su elocuencia y retórica eran magistrales”, me ilustró Nico. “Y eso que era tartamudo”, añadió. En las sesiones siguientes, como una suerte de Miyagi dialéctico y verboso, se dedicó a entrenarme corporal y espiritualmente, dictándome ejercicios de dicción, fortalecimiento de pulmones y postura, además de trucos de concentración. “Demóstenes ensayaba la oratoria poniéndose un cuchillo entre los dientes y llenándose la boca de piedras”, me contaba Nico, acaso esperando que yo hiciese lo mismo al volver a casa.
“Demóstenes ensayaba la oratoria poniéndose un cuchillo entre los dientes y llenándose la boca de piedras”, me contaba Nico, acaso esperando que yo hiciese lo mismo al volver a casa.
Su prédica dio resultados muy positivos: gané el concurso ante alumnos mayores y recibí un trofeo de oro y la ovación de la comunidad escolar. A pesar del triunfo, la chica de segundo de media no reaccionó como esperaba; de hecho, continuó ignorándome durante aquel año. Pero eso fue lo de menos. Lo de más, lo auténticamente maravilloso fue compartir aquella preparación personalizada que me hermanaría para siempre con Nico. Cada vez que lo encontré en los almuerzos de ex alumnos, después de darnos largos abrazos y ponernos rápidamente al día, nos resultaba inevitable terminar hablando de las técnicas de Demóstenes.
Qué suerte haberte conocido, Nicolás. Qué lujo haber sido tu alumno y, quiero creer, tu amigo. Las personas como tú no mueren, solo se adelantan.