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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 2 de diciembre del 2022

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 2 de diciembre del 2022

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La imagen de los libros en llamas lo marcaría para siempre. Era 1964 y el pequeño Sócrates, de diez años, vio a su padre, Don Raimundo Vieira, quemar buena parte de su preciada biblioteca por temor a que la recién instalada dictadura de Castelo Branco lo acusara de comunista y lo persiguiera a él y a su familia. Don Raimundo era un ferviente lector de literatura y textos políticos, y un admirador de los filósofos antiguos. Cuentan que poco antes del nacimiento de Sócrates, leía la República de Platón, de ahí que se le ocurriera bautizar al recién llegado con el nombre de uno de los mayores pensadores griegos. Reservó nombres de esa estirpe para otros dos hijos: Sófocles y Sóstenes (el menor, Raí, también futbolista, se libró de la peculiar tradición).  

A Sócrates le pareció una aberración que el tesoro intelectual de su padre acabara convertido en rumas de ceniza; quizá desde ese momento fue consciente de la importancia de defender las ideas y enfrentarse a los agentes de la censura. Le decían ‘El Filósofo’, no solo por el nombre, ni por la pinta de barbudo revolucionario, sino por su sensibilidad social y espíritu reflexivo. “Muchas veces pienso si podremos algún día dirigir este entusiasmo que gastamos en el fútbol hacia algo positivo para la humanidad, pues a fin de cuentas el fútbol y la tierra tienen algo en común: ambos son una bola. Y atrás de una bola vemos niños y adultos, blancos y negros, altos y bajos, flacos o gordos. Con la misma filosofía, todos a fantasear sobre su propia vida”, comentó en alguna oportunidad.  

Mientras asistía a la facultad de medicina (de ahí nació su otro apelativo, ‘Doctor’), se las ingeniaba para ser el eficaz delantero centro del Botafogo. Nadie sabía cómo lograba armonizar ambas pasiones, pues su pereza física era legendaria y a la universidad nunca llevaba cuadernos para tomar apuntes. “Ese es mi secreto”, improvisaba él, “ni estudio, ni entreno”. Hacia fines de los setenta, Sócrates decidió combatir la dictadura saliendo a la cancha con pancartas y banderolas que llevaban frases deportivas con claras alusiones políticas, la más recordada: “Ganar o perder, pero siempre con democracia”. Era la primera vez que un jugador introducía un concepto de esas características al ámbito del fútbol. Así fue como surgió otro de sus célebres seudónimos: “el demócrata del fútbol”. Por esa época, tuvo un enfrentamiento con la barra de su nuevo equipo, el que a la larga sería el más emblemático, el Corinthians. Luego de perder de locales contra el Guaraní, los hinchas indignados fueron a buscar a los jugadores, que tuvieron que atrincherarse cerca de dos horas en el vestuario. A Sócrates esa actitud le enojó tanto, le pareció tan poco solidaria, que durante varios partidos dejó de celebrar sus goles.  

En el Mundial de España 82, Brasil llevó a una de las mejores selecciones de todas las épocas, una que combinaba la magia con la generosidad y el espectáculo. Aquel equipo hizo con el fútbol lo que un par de décadas atrás los Beatles habían hecho con el rock. Zico, el 10, era la estrella y para muchos habría sido el capitán, pero ese papel ya estaba reservado para el líder natural del grupo, Sócrates, el hombre de la camiseta 8. Los hinchas del mundo deliraron con ese gigante pelucón de metro noventa que parecía caerse (tenía los pies pequeños, un tanto deformados), metía taconazos elegantes, jugaba con criterio estético y deambulaba sin apuro, como si estuviera no en un campo de fútbol, sino en las playas de Ipanema a la hora del atardecer. El gol que le hizo a Italia figura entre los más emocionantes de la historia de la Copa del Mundo, por la jugada previa, por el disparo final, por los brazos en alto y la montaña amarilla de la celebración. Lamentablemente no sirvió y Brasil quedó fuera de competencia. “Mala suerte, peor para el fútbol”, declaró Sócrates al retirarse del campo. Un diario de Andalucía tituló: “No se entiende más este mundo, Brasil eliminado”. 

Aquel equipo hizo con el fútbol lo que un par de décadas atrás los Beatles habían hecho con el rock.

Cuando en 1985 finalmente se realizaron elecciones en Brasil para ponerle fin al régimen militar, Sócrates y sus compañeros del Corinthians saltaron al campo con camisetas en cuyo dorso podía leerse: “el día 15 vayan a votar”. Y no solo se pronunciaron en el estadio. Sócrates, Casagrande y Wladimir acudían a las multitudinarias concentraciones en las calles, trepaban a la tarima y animaban a la gente a participar de los comicios. El volante, transformado en líder político, celebró como una victoria personal el aplastante triunfo de la Alianza Democrática de Tancredo Neves. 

Al año siguiente llegó el Mundial de México. Mi generación lo disfrutó más en ese campeonato. Le hizo un gol a España, falló un penal decisivo contra Francia, y se hizo notar gracias a los mensajes de las vinchas con que se sujetaba la melena: “México sigue en pie” (en solidaridad con los mexicanos por el terremoto sufrido el año anterior), “No a la violencia” y “Necesito justicia”. 

Se retiró pocos años después, jugando otra vez por el Botafogo. Solo en una ocasión jugó fuera de Brasil, en el Fiorentina de Italia. El día que llegó a Florencia, desconcertó a los periodistas que le preguntaban por sus expectativas diciéndoles: “Yo he venido a Italia para leer a Gramsci en su lengua y estudiar la historia del movimiento obrero”. No le fue bien dentro ni fuera de la cancha, era un artista disperso en un rígido club de obreros disciplinados, un individuo demasiado libertario para una ciudad tan conservadora.

Si en la vida pública destacó por su compromiso y la coherencia de sus convicciones, en su vida privada fue más bien errático y camaleónico, pues nunca supo cómo cubrir el vacío dejado por el fútbol. Se casó tres veces. Ejerció la pediatría sin suerte. Se dedicó al tenis. Se hizo pintor. Fue comentarista de noticias económicas. Se volvió cantante y soltó sus gallos grabando dos discos con canciones de su autoría. Y hasta dejó inédito un libro hecho de poemas que escribía en las servilletas de los bares donde pasaba sus días de desempleado. Nunca dejó de cuestionar el sistema con sus ideas de avanzada ni de interesarse en política (Lula lo escuchó muchas veces). Tampoco nunca dejó de beber. Bebía demasiado. De hecho, murió un día como hoy, el 3 de diciembre de 2011, por un choque séptico causado por la cirrosis que lo aquejaba. Ese mismo día el Corinthians le ofreció el mejor homenaje posible: salir campeón. En la tribuna los hinchas elevaron los puños, como él solía hacer, y se despidieron mostrando carteles que decían: “Adiós doctor”. 

Los excesos alcohólicos lo habían convertido para entonces en un vejestorio de solo 57 años; sin embargo, la imagen que perdura, la que todos recordaremos siempre cada vez que toque hacer el recuento de los mayores cracks del siglo veinte, es la otra, la del pasado, la del joven espigado de mirada penetrante que hablaba como Jesucristo y jugaba como los dioses. Otro ídolo brasilero de los ochenta, Falcao, sentenció una vez: “un futbolista muere dos veces: una, cuando abandona el fútbol; otra, cuando muere de verdad”. Solo Sócrates se atrevió a corregirlo para añadir un matiz de sabiduría: “un futbolista nunca abandona el fútbol, es el fútbol el que lo abandona a él”.    

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