Lo admito: ayer quería que Croacia se quedara con la copa del Mundo. Además de que conocí hace poco el país y quedé fascinado con su geografía y su gente, sentí que la historia de sus jugadores —varios de ellos refugiados de la guerra de independencia de los años noventa frente a Yugoslavia— merecía el máximo premio deportivo. Días atrás, en una entrevista radial, la cónsul honoraria de Croacia en el Perú me confesó que para ellos la final era un evento «tan importante» como lo fue aquella guerra. Viendo el espíritu incansable y combativo de Modric y compañía, la frase no sonaba exagerada. Croacia llegó a la final habiendo jugado noventa minutos más que su rival, pues venía de ganar tres partidos consecutivos en tiempos extra, lo cual supone un récord pero también un desgaste. No quiero decir con esto que los franceses sean injustos ganadores. Nada de eso. Francia es la mejor selección, solo que Croacia me pareció el mejor equipo. O el más solidario al menos.
Para los hinchas peruanos, este ha sido el mejor mundial por razones que escapan a lo futbolístico y tienen que ver más con un asunto de identidad y reconocimiento. Pero para los hinchas en general, ha sido un mundial extraordinario. Salvo por la inesperada cantidad de autogoles (11) y de penales (28, de los cuales se convirtieron 21), hemos visto un Mundial generoso en fútbol, en figuras, en organización, en asistencia y en fair play (apenas cuatro expulsiones en todo el campeonato). La final, en ese sentido, estuvo a la altura del torneo: se marcaron seis goles, como no sucedía desde hace cincuenta y seis años (en la final Inglaterra 66, donde el dueño de casa venció 4-2 a Alemania Federal), se apreciaron tres golazos, un gol en contra, un yerro monumental y un penal, previa consulta al VAR. A lo largo de toda la Copa, la tecnología nos calló la boca a quienes nos mostrábamos en contra de su intervención en el fútbol y volvió a demostrar que su uso no solo imprime más justicia al juego sino que lo reviste de un nuevo tipo de suspenso.
Para los hinchas peruanos, este ha sido el mejor mundial por razones que escapan a lo futbolístico y tienen que ver más con un asunto de identidad y reconocimiento.
Tan llena de sucesos estuvo la final en el estadio de Luzhniki que hasta tuvo unos minutos de paralización por la irrupción en el campo, durante el segundo tiempo, de tres integrantes de Pussy Riot, el colectivo ruso punk feminista que se hizo famoso en el 2012 tras improvisar una protesta contra el gobierno en la Catedral de Cristo Salvador de Moscú. Evidentemente, la de ayer no fue una performance cualquiera. Las activistas ingresaron disfrazadas como policías para recordar —tal como reclama el comunicado que hicieron circular después— que en la Rusia de Putin se cometen arrestos ilegales, no hay libre competencia política y hasta puedes terminar tras las rejas por darle ‘like’ a contenidos de Internet que el régimen desaprueba. Si el gobierno ruso se había preocupado a lo largo de los últimos meses de proyectar hacia la comunidad internacional una imagen «empática» de su país, el disturbio de ayer sirvió para desconfiar de esa imagen y pensar en el autoritarismo ruso que el Mundial venía disfrazando.
Pero hablemos de fútbol. Veinte años después de su primer título, los franceses se consagraron campeones otra vez con un equipo no solo consistente y eficaz sino orgullosamente francés. La absurda discusión generada en redes a propósito del «verdadero origen» de sus jugadores ha quedado atrás. «¿Qué cosa significa ser ‘francés’? ¿Qué cosa significa ser ‘peruano’?», me preguntaba un cineasta francés la otra tarde. Y es cierto. La historia de muchos países —el Perú, entre ellos— es la historia de sus raíces pero también sus influencias, sus culturas, sus migrantes, sus préstamos. Es anacrónico, y peligroso pretender debatir a estas alturas acerca de «las razas».
Además de llevarse la Copa, los 38 millones de dólares que entrega FIFA a la federación vencedora y la distinción a Mbappé como el mejor futbolista más joven (el más joven en anotar dos goles en un partido de Copa y en convertir en una final, desde Pelé), además de todo eso, Francia se lleva un título que alivia las heridas de un país que en los últimos años vivió como ninguno la pesadilla del terrorismo, y recupera gracias al deporte toda la admiración del planeta. Una admiración que, en verdad, nunca perdió.