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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 26 de agosto del 2019

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 26 de agosto del 2019

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Emilio es un profesor peruano que bordea los cuarenta años y enseña arte en una universidad norteamericana. Allí conoce a Sophia, su alumna veinteañera, una muchacha que lo fascina, que irrumpe en su vida alterándola de un modo que ya en las primeras páginas el lector presagia definitivo. Maestro y pupila comparten muchas tardes y cafés conversando sobre asuntos académicos pero también, y fundamentalmente, sobre la existencia, las ideas, los proyectos.

Como es de esperar, la atracción da paso a la pasión y al enamoramiento. El romance es complicado porque Emilio está casado, aunque ese quizá no sea el verdadero freno a la aventura clandestina con Sophia; de hecho, por momentos pareciera ser el factor que la impulsa y pone en marcha. El verdadero freno es el abismo generacional que los divide —edades, mundos, expectativas—, abismo que los protagonistas se encaprichan en minimizar hasta que se reconocen hundidos en la zona más oscura de su fondo.  

Esa es parte de la trama, o una de las formas de resumir la trama de la excelente novela de Francisco Ángeles, «Adiós a la Revolución» (Literatura Random House, 2019). Antes y después, siempre al servicio de la historia, hay toda una cuestión política representada en el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en 1994, en el estado mexicano de Chiapas, y una diatriba dirigida a la cháchara intelectual que tiende a interpretar y estigmatizar los movimientos revolucionarios latinoamericanos sin haber pisado el territorio donde esos fenómenos se manifestaron.  

El romance es complicado porque Emilio está casado, aunque ese quizá no sea el verdadero freno a la aventura clandestina con Sophia; de hecho, por momentos pareciera ser el factor que la impulsa y pone en marcha.

Pero no son los capítulos acerca del zapatismo sobre los que he volcado mi interés de lector, sino aquellos donde Emilio larva minuciosamente el callejón sin salida sentimental en el que poco a poco va perdiéndose, callejón que construye de manera lenta pero metódica, sin marcha atrás, con orden casi militar, con una disciplina semejante a la que se necesitaría para, por ejemplo, dar vida a una revolución. Ese es el conflicto que encuentro atrapante. Porque esta es una novela sobre la pasión y el derrumbe de eso que a veces puerilmente llamamos sueños, o más bien sobre el aprendizaje a convivir con la imposibilidad de concretarlos. 

Si en su segunda novela, «Austin Texas», Ángeles nos mostraba a Pablo, un joven que encarnaba la crisis de los treinta años y se preguntaba si una vida puede ser destruida para intentar comenzar otra, con el Emilio de «Adiós a la Revolución» el autor da respuesta a esa interrogante. Y la respuesta es No. Emilio es un personaje más adulto, psicológicamente más complejo, también más pesimista, que ya no se sorprende de la fatalidad que estropea las relaciones prometedoras, sino que acepta esas grietas como naturales, y que libra su batalla personal contra el presente —es decir contra la realidad—abandonándose a todo tipo de dramáticas (y eficaces) especulaciones sobre el pasado hipotético y el futuro probable. 

El narrador, además, es un hombre de mirada desengañada, capaz de soltar frases tan tajantes como «al borde de los cuarenta las cartas ya están jugadas, lo verdaderamente relevante ya ha ocurrido», «debería haberme acostumbrado a que las cosas nunca resultan como las queremos», o «la realidad siempre arrasa con la utopía». Es también un desencantado del erotismo. O más bien alguien que se atreve a poner al erotismo en su justo lugar. Es lo que toca: pasados los cuarenta uno se relaciona con la pasión erótica de una manera claramente distinta a como sucedía a los veinte. Ahora el deseo y la intensidad se ven con desconfianza, sabiendo que desestabilizan más de lo que alimentan, que hieren más de lo que renuevan, que inevitablemente nos devuelven a la ansiedad y al miedo.

Lo que toca a los cuarenta, quizá, es apaciguarse, no glorificar el pasado, recordar diariamente que uno no tiene control sobre el devenir, que quizá «el destino» no sea lo que buscabas sino simplemente lo que te tocó, y que en esa mezcla de resignación y escepticismo también puede haber belleza y, por qué no, cierta paz. En ese sentido, el viaje literario de Emilio, es decir el de Francisco Ángeles, invita a una suerte de movilización generacional cuya misión es puntual: abandonar la comodidad de nuestras certezas, poner a prueba nuestras teorías y domesticar nuestras propias revoluciones hasta encontrarles, por fin, el tono justo.

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