La escena es maravillosa. Burt Lancaster es Fabrizio Corbera, príncipe de Salina. Acaba de ingresar a la biblioteca del Palacio de los Ponteleone, en cuyos salones principales se desarrolla una gran fiesta. Aburrido, queriendo eludir el trato con los invitados, don Fabrizio se retira a esa habitación y permanece varios minutos de pie contemplando el cuadro que domina la estancia: una pintura de Jean-Baptiste Greuze, «El hijo castigado», donde un anciano agoniza rodeado por sus familiares. Por su mirada melancólica sabemos que al Príncipe, a pesar de no tener una edad tan avanzada, le resulta inevitable verse reflejado en el viejo moribundo que yace sobre la cama. Es como si en ese momento recién tomara verdadera conciencia de que todo lo que él representa –la decadente aristocracia siciliana, los privilegios nobiliarios– está a punto de desmoronarse ahora que Giuseppe Garibaldi y sus camisas rojas han desembarcado en la ciudad para continuar la rebelión popular en busca de la unificación italiana. Si los Salina no aceptan, aún a regañadientes, el surgimiento de la nueva burguesía que pronto tomará el control político y económico del país, si no se alían con ella aunque sea cínicamente, también ellos acabarán desapareciendo (de ahí la célebre frase «si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie»).
«si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie»
De pronto vemos ingresar a la habitación a los bellísimos Alain Delon y Claudia Cardinale –en ese momento considerados los actores más hermosos de toda Europa– convertidos en Tancredi Falconeri, sobrino de don Fabrizio, y en Angélica Sedara, su novia. Ambos sacan de sus reflexiones al príncipe al preguntarle qué hace allí tan apartado del resto. Entonces, sin dejar de mirar la pintura, don Fabrizio habla de los detalles del cuadro de Greuze, imagina su propio velorio, afirma no sentir miedo de la muerte y opina que hay que reparar pronto el mausoleo familiar. Ante los rostros desconcertados de Tancredi y Angélica, don Fabrizio concluye en voz alta: «Los jóvenes no lo pueden entender porque para ustedes la muerte no existe, es algo que concierne a otros».
Volví a ver esta semana ‘El Gatopardo’ y quedé más impresionado que la primera vez, en la universidad, en una de las clases de Ricardo Bedoya. Concluí que el director milanés Luchino Visconti logra un mérito que luego repetiría con otras dos películas, ‘El Extranjero’ y ‘Muerte en Venecia’: ponerse a la altura de la consagrada obra literaria original.
Entre 1954 y 1957, el siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa había escrito ‘El Gatopardo’ basándose en sucesos vividos por su propia familia. Los críticos no se han puesto de acuerdo respecto de si se trata de una autobiografía o de una novela histórica. Lo cierto es el personaje del príncipe de Salina está inspirado en el bisabuelo de Lampedusa, aristocrático y cultor de la astronomía como el protagonista de la novela. Sin embargo, hay diferencias entre uno y otro: el abuelo del escritor no era tan arrogante, ni tan severo, ni tan sensual como el don Fabrizio que compone Burt Lancaster. Además, en la vida real el Palacio de los Lampedusa fue destruido por completo por los bombardeos de los aliados, experiencia que para nada se recoge en el libro.
Lo cierto es el personaje del príncipe de Salina está inspirado en el bisabuelo de Lampedusa, aristocrático y cultor de la astronomía como el protagonista de la novela.
Es triste que Lampedusa no haya vivido para atestiguar el impacto de su obra cumbre, pues murió poco después de terminarla. Se publicó póstumamente en 1958, luego de que dos grandes editoriales la rechazaran por considerarla muy decimonónica. Es cierto, pero precisamente al estar reñida por completo con las tendencias literarias que entonces se imponían y que tenían en Joyce y Faulkner a dos de sus exponentes más notables, ‘El Gatopardo’ recupera lo mejor de la novela clásica: un narrador omnisciente que describe con minuciosidad el aspecto, pensamiento y moral de cada personaje, y un cuidado meticuloso para que el fresco social reinante dialogue con la historia familiar.
La adaptación cinematográfica de 1963 no pudo ser realizada por otro director que no fuera Luchino Visconti, pues él era de origen noble y a la vez simpatizante del comunismo, es decir, mantenía las dos condiciones y sensibilidades enfrentadas en la novela de Lampedusa. Visconti respetó fielmente el texto (aunque algunos diálogos del Príncipe de Salina son en el libro reflexiones interiores), pero prescindió de los últimos dos capítulos, que narran la muerte del príncipe y la vejez de sus tres hijas, por sentir que abundaban en pasajes melancólicos que podían afectar su versión.
La película –musicalizada por el genio Nino Rota (el mismo de El Padrino o La Dolce Vita)– tiene escenas realmente cautivantes, como la del inicio, donde la cámara ingresa a un salón de la residencia familiar para mostrarnos a los Salina rezando el rosario mientras del otro lado de la puerta empiezan a llegar los rumores de la rebelión. O los majestuosos planos de la magnífica fiesta mencionada al principio, donde la abigarrada arquitectura del palacio, el incansable alboroto de los invitados, y los coreográficos bailes grupales al pie de una orquesta, parecen mostrar los briosos estertores de una clase social marchita que se niega a ser suplantada.
La película –musicalizada por el genio Nino Rota (el mismo de El Padrino o La Dolce Vita)– tiene escenas realmente cautivantes
Quien haya visto ‘El Gatopardo’ recordará que tan inolvidables como los personajes de Don Fabrizio, Angélica y Tancredi, son el leal y confidente padre Pirrone; el adulador nuevo rico Calogero Sedara; y Don Ciccio, el organista de la Iglesia, compañero de cacerías del Príncipe, a quien narra la vida y milagros de los habitantes del pequeño pueblo de Donnafugata, adonde el personaje de Burt Lancaster ha llegado con su mujer y sus hijos huyendo de los agitados vientos de una revolución que no tendría marcha atrás.
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