Hace veinte años, en un viaje por España, de paso por Granada, conocí a García Lorca. Mucho antes de eso, cómo no, había leído poemas suyos en el colegio (quién no recuerda aquello de «la luna vino a la fragua con su polisón de nardos» o «verde que te quiero verde»), y visto alguna puesta teatral, pero por razones que ahora se me hace imposible precisar su obra no había despertado en mí el interés suficiente.
Por eso en aquel paseo de tres días por Granada no me planteé visitar los pueblos de Fuentevaqueros y Valderrubio (donde Lorca nació, creció y pasó los primeros años de su vida y adolescencia), ni me interesó conocer la Huerta de San Vicente (su casa de verano, último lugar que ocupó antes de que estallara la Guerra Civil Española). Sin embargo, no fue necesario hacer ninguna de esas paradas turístico literarias, porque Lorca estaba por todas partes: en el clima, el aire, la voz de los granadinos, los muros, las ventanas, los establecimientos, los árboles. Si íbamos a la Plaza de los Aljibes para visitar la Alhambra, al minuto nos enterábamos de que allí se había llevado a cabo, ochenta años atrás, un certamen nacional de flamenco impulsado por Lorca. Si nos tomábamos fotos en el mirador de San Nicolás, frente al barrio de Albaicín, no tardaba en aparecer algún lugareño para señalar que esas vistas inspiraron a Lorca en su juventud. Toda esquina de la ciudad tenía un recuerdo, cierto o inventado, del poeta.
La tarde que almorzamos en el restaurante ‘Chikito’, resultó que Lorca estaba allí, a nuestro lado. No en carne y hueso, claro, pero sí en bronce, sentado en una esquina, con una pluma en la mano y un papel sobre la mesa. Al preguntarle al dueño por ese busto, nos contó que el solar donde funcionaba el restaurante había sido construido sobre los restos del famoso ‘Café Alameda’, donde Lorca y sus amigos poetas fundaron la tertulia ‘El Rinconcillo’ para intercambiar poemas, brindis y opiniones sobre el mundo.
La tarde que almorzamos en el restaurante ‘Chikito’, resultó que Lorca estaba allí, a nuestro lado. No en carne y hueso, claro, pero sí en bronce, sentado en una esquina, con una pluma en la mano y un papel sobre la mesa.
Volví de aquel viaje decidido a releer a Lorca. Empecé por los hermosos poemas de ‘Romancero Gitano’, poblados de lunas, gallos, guitarras, toros, copas y navajas, con los que homenajea a su pueblo, Fuentevaqueros, y a la vida rural que allí llevaba, rodeado de labradores, en profundo romance con la tierra (un apego tan intenso que, según él, los psicoanalistas podrían catalogarlo de «complejo edípico agrario»).
Ese ambiente agrícola, latifundista, está presente también en sus principales obras de teatro, ‘Bodas de Sangres’, ‘La casa de Bernarda Alba’ y sobre todo en ‘Yerma’, donde los personajes interactúan en medio de cosechas, lluvias y regadíos, es decir, la primera geografía de Lorca, el origen al que siempre fue fiel.
Su vocación artística le debe tanto a al azar de haber nacido en ese pueblo como al apoyo y calor familiar. Sus padres, de solvente posición económica, lo educaron con total permisividad, viéndolo crecer mientras el niño jugaba montando misas de mentira, armando teatrillos de títeres de cachiporras, y fascinándose con canciones, romances y leyendas de los mayores.
Su vocación artística le debe tanto a al azar de haber nacido en ese pueblo como al apoyo y calor familiar.
Es cierto que luego su padre le impuso seguir una carrera universitaria (tal vez porque él no había podido tener una), pero, salvo ese requerimiento, apenas detectó el fabuloso talento que su hijo Federico tenía, ya no solo para la escritura, sino para el dibujo y la música, no dudó en respaldarlo, tanto así que financió sus primeras publicaciones.
Para su biógrafo, el hispanista irlandés Ian Gibson, Lorca era tan multifacético y tan notable en todo lo que hacía, que ningún artista del siglo XX podría comparársele. «No solo era un gran poeta, sino un gran dramaturgo, reconocido en el mundo entero, pero además era un pianista con un don musical. Encima dibujaba muy bien, tanto que Salvador Dalí lo apreciaba muchísimo. Era un caso único».
En efecto, Dalí fue un rendido admirador del trabajo de Lorca, tanto como –fíjense qué nombres– Unamuno, Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Vicente Alexandre, Rafael Alberti o Luis Buñuel, todos amigos suyos. Pero la relación con Dalí fue más allá de la admiración y la complicidad. Lorca, que era homosexual, se enamoró del pintor catalán, lo que provocó una grieta, felizmente no insalvable, pues años más tarde retomarían la amistad.
En efecto, Dalí fue un rendido admirador del trabajo de Lorca, tanto como –fíjense qué nombres– Unamuno, Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Vicente Alexandre, Rafael Alberti o Luis Buñuel, todos amigos suyos.
Es increíble escuchar a quienes conocieron a Lorca decir que la obra del granadino fue inferior a su personalidad. Todos coinciden que era «un espectáculo», que irradiaba simpatía, que creía en la alegría como en un deber, que elevaba a los demás solo con hablarles, que poseía una salud de hierro, que verlo nada más era un golpe de vitalidad, que si tenía un piano delante «era sencillamente invencible», y que no se emborrachaba ni fumaba jamás (pero cuando lo hacía no paraba hasta el final). El poeta Jorge Guillén afirmaba: «estando con Federico no hace ni frío ni calor, hace Federico».
Bajo ese temperamento festivo, sin embargo, dormían las angustias de un hombre que se sabía marginado por su sexualidad. A ese tormento se sumaría otro que experimentó durante su estancia en Madrid: el miedo a que lo etiquetaran de ‘gitano’, pese a que nadie defendía a los gitanos con más pundonor que él. «Ser de Granada», confesó alguna vez, «me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos, del gitano, del negro, del judío, del morisco que todos llevamos dentro». En el fondo se sabía un perseguido; es decir, era consciente de que sus amigos lo querían, pero a la vez lo consideraban extraño (quizá por eso Lorca es considerado uno de los poquísimos «poetas malditos» españoles).
Ese fastidio interior lo llevó a querer cambiar la sociedad, el mundo y a pelear para que todos viviesen en libertad. Encontró en la guerra civil la ocasión perfecta. Se marchó de Madrid a su ciudad, Granada, pero no volvió más. En agosto de 1936 fue fusilado por guardias franquistas en el Barranco de Víznar. El paradero de sus restos hasta el día de hoy es un enigma y motivo de múltiples debates. Murió con tan solo 38 años. Y aunque su condición de mártir político lo convirtió en un icono internacional de la resistencia, fue su poesía, su enorme poesía, la que le dio talla de artista universal.
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