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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 30 de julio del 2020

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 30 de julio del 2020

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«Amar duele. Es como entregarse a que te desollen a sabiendas de que en cualquier momento la otra persona puede marcharse con tu piel». 

Susan Sontag tenía veintisiete años cuando escribió esa frase en sus diarios. Ya era entonces una mujer fogueada, transformada por experiencias ajenas a su voluntad (la muerte de su padre siendo niña, el alcoholismo de su manipuladora madre,) tanto como por avezadas elecciones conscientes. 

«Con 17 años conocí a un hombre calvo, de piernas fuertes y delgado, que hablaba con un aire pedante y sabelotodo, y me llamaba ‘Cielo’», escribió refiriéndose al profesor de Ciencias Sociales Philip Rieff. «Diez días más tarde, me casé con él». 

Antes de casarse, a los quince, Sontag había ingresado a Berkeley, de modo que sin cumplir veinte ya era universitaria, esposa y madre, pues a los diecinueve había dado a luz a su único hijo, David.  

El matrimonio con Rieff duró ocho años. Fue tras su separación, de viaje por Europa, que descubrió o más bien confirmó su bisexualidad. Esa brutal frase sobre el amor del inicio está escrita para Irene, su segunda amante. A la primera, Harriet, la había conocido en París.

«Amar duele. Es como entregarse a que te desollen a sabiendas de que en cualquier momento la otra persona puede marcharse con tu piel». 

En el excelente documental ‘Recordando a Susan Sontag’ (2014, disponible en HBO), además de repasar su faceta pública de escritora lúcida, comentarista controvertida, activista contra la guerra, defensora de los derechos humanos y precursora del feminismo (aunque ella decía que no era «una feminista militante, sino una militante feminista»), uno conoce también la dimensión más personal de la escritora, gracias a testimonios de su hijo, su hermana, amigos y algunas de las mujeres que mantuvieron un romance con ella, como la fotógrafa Annie Leibovitz, su última pareja.

Son especialmente interesantes los pasajes alusivos a sus posturas políticas y literarias. Sobre estas últimas, Sontag sostiene que la «verdad es siempre algo que se cuenta, no que se sabe», y cree que esta verdad solo puede alcanzarse a través del arte, en particular de la literatura, pero a la vez advierte que la verdad literaria «es algo cuyo opuesto también es cierto».

«Convertirse en escritor es como alistarse con un ejército de santos», asegura Sontag, que desde los catorce escribía y leía con voracidad, y lo haría durante el resto de su vida, impulsada por sus lectores y por la crítica, y a pesar de la opinión de algunos escritores contemporáneos que, si bien valoraban sus ensayos e intervenciones mediáticas, la ninguneaban como novelista (es deliciosa la aclaración pública que en 1971 hace a Normal Mailer, quejándose de la condescendencia con que el escritor trataba a sus colegas mujeres).

Según su hijo, David, los diarios de Sontag están llenos de textos escritos durante los momentos más angustiantes de su vida. Cuando atravesaba temporadas de felicidad, hay páginas en blanco. Es por sus diarios («Renacida» y «La conciencia uncida a la carne», ambos editados por David) que sabemos que Sontag era una mujer ansiosa, que vivía profundamente insatisfecha con su trabajo creativo, preocupada de la mirada de los demás (no es causal que haya dedicado todo un ensayo a la fotografía), y cuyo espíritu inquieto le impedía establecerse en un solo sitio: vivió en China, en Francia, en Sarajevo, pero siempre volvía a Nueva York. También era una persona muy dada a caer en cuadros de depresión. «La depresión», decía, «es la melancolía sin sus encantos». 

«Convertirse en escritor es como alistarse con un ejército de santos»

Crítica de las invasiones a Vietnam y Afganistán por parte de Estados Unidos (se atrevió a denunciar en la televisión que los ataques del 11S eran consecuencia de la política exterior del gobierno de Bush), le tocó vivir su propia, prolongada guerra sin cuartel frente al cáncer. A los cuarenta, sobrevivió a un tumor maligno en el pecho; cuando cumplió sesenta había superado también un sarcoma uterino; pero a los setenta años no pudo contra la leucemia, a pesar de que en un primer momento aceptó recibir quimioterapia. Por esos días anotó en su diario: «me siento como Vietnam: están usando armas químicas en mí». 

Hace unos días la editorial española Anagrama anunció la próxima aparición de su biografía «Susan Sontag, vida y obra», por la que el escritor Benjamin Moser mereció el Pulitzer 2020. Moser también es autor de «¿Por qué este mundo?», la mejor biografía que se conoce de otra estupenda escritora, la ucraniana-brasileña Clarice Lispector. 

Uno de los personajes sobre los que Moser ha investigado más es Mildred Jacobsen, madre de Susan Sontag, quien legó a su hija una serie de carencias emocionales que aparecerían en cada relación sentimental que la escritora mantuvo. «La única persona que me habló bien de esa mujer  fue su peluquero», apunta el biógrafo.   

Hay una escena en ‘Recordando a Susan Sontag’ donde ella cuenta una anécdota con Nathan Sontag, su padrastro, de quien tomó el apellido años después de la muerte de su padre (su apellido original era Rosenblatt). Susan leía un libro sobre la cama cuando el señor Sontag se acercó y le dijo: «Susan, si sigues leyendo tanto, nunca te vas a casar». 

Curioso destino. Susan no solo siguió leyendo y se casó –y a la postre se separó–, sino que convirtió el apellido de ese hombre conservador y sin intereses literarios en sinónimo indiscutible de literatura, de pasión, de rebeldía. 

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