Isabel Flores de Oliva fue una niña atípica que se inició en el ayuno y las privaciones a los cinco años, que soportaba con estoicismo el dolor que primero le produjo una erupción crónica y luego un mal desconocido que le entumecía las articulaciones. Rechazaba cualquier tipo de vanidad y si la obligaban a prenderse una toca lo hacía con alfileres que hincaba sobre su propia piel. Antes de ser Rosa fue Isabel, una niña cuyas mejillas coloradas animaron a su madre a llamarla como una flor. Nació en una calle sin nombre, entre un convento y un hospital, en una casa adquirida con la barra de plata que su padre, Gaspar Flores, recibió en dote al casarse con María de Oliva, futura madre de 13 hijos.
Ese fue el punto de partida de un camino de sacrificios que derivó en una cama de troncos y en una vincha de plata con tres hileras de 33 puntas de clavos para sellar su pacto definitivo con Dios. Así se convirtió, muchas penitencias y años después, en Santa Rosa de Lima.
“Rosa no tuvo una mentalidad común. Acaso la tuvo sencilla, pero el gran silencio que guardó toda su vida hace difícil acercarse a ella. Lo que dijo es poco, lo que escribió fue menos y lo que la gente opinó fue bastante más. Rosa no era una persona común”, escribe el historiador José Antonio del Busto en su libro Santa Rosa de Lima. Para entenderla mejor habría que situarla en la Lima de entonces. A finales del siglo XVI la capital del virreinato contaba con poco más de 25,000 habitantes y un número creciente de iglesias donde se celebraban 300,000 misas al año. Su abuela, muy devota y piadosa, su hermana Bernardina y la mística Santa Catalina de Siena fueron sus primeros referentes en la búsqueda de una perfección espiritual a través del martirio y la oración.
Su madre no comprendía a esa niña devota y lejana. “No quería enrubiarse ni ataviarse, la castigó muchísimas veces, y esto con mucha crueldad…dándole con una barra de membrillo sobre sus espaldas”, según testimonio de la propia María de Oliva en el proceso de canonización de la futura santa. Aislada de juguetes y otros niños, Rosa vivía entregada a la oración, incluso mientras cosía con gran virtud para contribuir con la apretada economía familiar.
Aislada de juguetes y otros niños, Rosa vivía entregada a la oración, incluso mientras cosía con gran virtud para contribuir con la apretada economía familiar.
Durante cuatro años su padre fue destacado como administrador de un obraje cerca de Canta, conocida hoy como Santa Rosa de Quives. Aquí Rosa confirmó su fe con Toribio de Mogrovejo (quien más tarde también se convertiría en santo) y perdió a su hermana Bernardina, acaso la más cercana a ella junto a Hernando. Esta tristeza atrajo más privaciones al regresar a Lima. Hacía cosas impensables como untarse los párpados con ajíes para no salir de casa o construirse un aposento con una compartimento al que llamaba “celdita”. Aquí se encerraba para rezar y sentirse cerca de Jesús, en quien centró su inquebrantable devoción.
Dentro de su túnica penitencial usaba un cilicio hasta las rodillas, casi no comía y se distraía del hambre con semillas de naranjas, con hierbas y hojas. Por este entonces, dicen, también conversaba con los mosquitos, a los que mantenía alejados para que no perturbaran sus rezos y plegarias. Sus padres no estaban conformes con su elección de vida, con sus abstinencias o sus flagelaciones, con la forma en que se despellejaba viva, con sus vigilias, sus martirios o la cadena de hierro que llevaba atada a la cintura. Nunca le importó la opinión de los demás.
“Rosa de Lima fue santa. La examinó teológicamente el doctor Juan del Castillo y la juzgaron de cerca hombres doctos…ninguno dijo que fue una alucinada, una amente o una farsante”, escribe José Antonio del Busto. Rosa murió a los 31 años de tuberculosis y fue rodeada por una gran multitud que le rendía honores, le arrancaba la ropa e, incluso, le robaron un dedo en un intento desesperado por poseer una reliquia que fuera ejemplo de vida recta y poder espiritual. En breve se inició un proceso apostólico y, finalmente, se le atribuyeron los 9 milagros que la convirtieron en la primera santa de América, en 1671.
En breve se inició un proceso apostólico y, finalmente, se le atribuyeron los 9 milagros que la convirtieron en la primera santa de América, en 1671.
Rosa vivió su fe de una forma extrema y fue la mejor alumna que Dios podría haber deseado en la tierra, aunque su manera de experimentar la fe resulte, para muchos, incomprensible en los tiempos actuales.
Así, más de 400 años después, los veinte metros de profundidad del pozo donde arrojó la llave del cilicio en la cintura se multiplican hasta el infinito con peticiones vía redes sociales. Ya no existen límites para recibir los deseos virtuales de prosperidad, trabajo, salud, amor y todas esas cosas terrenales que ella nunca necesitó ni quiso.
Isabel Flores de Oliva (1586 – 1617)