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Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 24 de septiembre del 2018

Renato Cisneros
Periodista, poeta y novelista

Que sabe nadie

Publicado el 24 de septiembre del 2018

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Esta no es una fábula. Es más bien la reseña de dos casos que, juntos y bien mirados, indican que la violencia y el desprecio por el otro son prácticas que siguen muy vigentes en Lima. Aquí no hablamos de políticos, sino de gente común y corriente que cree que sus derechos están por encima del derecho del resto.   

Hace unos días Zoraida Paz, candidata a regidora de San Isidro por Solidaridad Nacional y presidenta de la junta vecinal de ese distrito, intentó desalojar a unas madres de familia y sus hijos mientras pretendían fotografiarse en la laguna del parque El Olivar. Cuando las madres le hicieron notar su proceder abusivo, la señora Paz —cuyo apellido es una contradicción a sus maneras— alegó en todo momento estar «defendiendo un monumento nacional» y no se cansó de repetir que estaba prohibido tomarse fotos en ese lugar, falacia que la Municipalidad dejaría al descubierto más tarde a través de un comunicado. Los niños no se treparon a los árboles y en ningún momento pusieron en peligro las instalaciones de El Olivar. La reacción de la mujer, quien pidió a las madres su DNI para ver si eran vecinas del distrito, fue abiertamente discriminatoria. Ella desde luego lo negó. A un medio de comunicación incluso declaró «esa gente» refiriéndose a sus denunciantes. Esa sola expresión la pinta de cuerpo entero.

A Lima, como a otras ciudades del país, más allá de baipases, puentes, semáforos, recolectores y áreas verdes, lo que le falta son ciudadanos con un mínimo de sentido del respeto y la inclusión.

Uno o dos días después de aquel incidente, también en San Isidro, el adulto mayor Manuel Liendo Rázuri, tras ser sorprendido manejando su auto contra el tráfico, desató su ira cavernaria contra el conductor que lo filmaba. En cuestión de segundos pasó de mentarle la madre amenazándolo con golpearlo a escupirle en la ventana y mostrarle una pistola con la que juró «te voy a hacer hombrecito». La actitud de Liendo indigna, pero sobre todo delata una educación homofóbica, autoritaria, desprovista de cultura y sensibilidad, muy propia de toda una generación de la Lima más acomodada. Más que indignación da lástima, considerando la avanzada edad del agresor, pues no tendrá oportunidad de atenuar su primitivismo. 

Que esto ocurra a poquísimos días de las elecciones municipales y regionales vuelve muy significativas ambas situaciones, pues nos recuerda lo poco o nada que se ha hablado en esta campaña de la urgencia del civismo y la convivencia calmada. A Lima, como a otras ciudades del país, más allá de baipases, puentes, semáforos, recolectores y áreas verdes, lo que le falta son ciudadanos con un mínimo de sentido del respeto y la inclusión. Demasiado cemento para tan poca humanidad. 

Civismo, por cierto, también implica sancionar con drasticidad a todos aquellos que, sin llegar a delinquir mediante un robo o crimen, igual ponen en riesgo nuestra tranquilidad, como la bruja y el ogro de esta fábula cuya moraleja corre por cuenta del lector. 

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