Vestía a la moda con pañuelos de colores naranjas, rojos o verdes, calzaba mocasines y una boina ladeada le cubría la cabeza. Detrás de esa fachada excéntrica habitaba un espíritu feroz en un cuerpo frágil y pequeño, una mujer sin edad que hablaba de Gandhi lo mismo que de Unamuno. Se llamaba Julia Codesido y había pasado una parte de su vida en Europa y la otra recorriendo el Perú en buses y camiones. En los años 20, Julia, una de las máximas representantes de la pintura indigenista, fue una de las poquísimas mujeres inscritas en la recién inaugurada Escuela Nacional Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú.
“¿Quieres ser pintor o tener un título para colgarlo en tu casa?”, así la recuerda el artista Aquiles Ralli, como una profesora que aspiraba -y hacía que sus alumnos aspiraran – a la excelencia. La discípula favorita -y luego amiga íntima- de José Sabogal se convirtió también en una maestra exigente. A Sabogal y Codesido los unía la reivindicación del indio peruano en la pintura. Este protagonismo mestizo hizo que Julia pariera obras inmensas, muchas de ellas protagonizadas por mujeres, como la famosa Morena limeña. También fue una colaboradora de la revista Amauta, fundada y dirigida por José Carlos Mariátegui, a quien le diseñó la cubierta del libro Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. “El indio peruano es para mí una revelación humana de fuerza, resignación, paciencia y fe”, dijo Julia en una entrevista.
Aunque desde muy temprana edad señalaba al arte como el gran designio de su vida, Julia decidió formarse como pintora recién a los 35 años. Antes había visitado los grandes museos europeos, muchas veces de la mano de su padre, Bernardino Codesido, pintor aficionado, diplomático de profesión e influencia determinante en su hija.
En el libro Julia Codesido, el crítico de arte Eduardo Moll la considera “una de aquellas primeras mujeres profesionales que, desdeñando chismografías y tabúes, se hicieron a la mar en el océano del arte para navegar, al igual que los hombres, en busca de respuestas a las múltiples interrogantes que conllevaba la actividad artística, desafiando prejuicios y el desdén de sus coetáneos”.
“¿Quieres ser pintor o tener un título para colgarlo en tu casa?”
Efectivamente, Julia -un caso extrañísimo para la época- logró vivir de su arte. Expuso en el Palacio de Bellas Artes de México, donde entró en contacto con David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Diego Rivera, luego mostró su trabajo en Nueva York, San Francisco y París. En 1977 se le otorgó el Premio Nacional de Cultura.
Cuando no estaba pintando, Julia tejía, escuchaba radionovelas, leía y arrancaba las moras de los árboles para hacerle mermeladas a los amigos. Todo esto ocurría en una casa-taller rodeada de jardines silvestres, diseñada por Sabogal, donde también organizaba tertulias con José María Arguedas, Gamaniel Palomino, Alicia y Cecilia Bustamente y su querida amiga Teresa Carvallo. Inevitablemente, las reuniones terminaban antes de la medianoche. La incansable Julia siempre tenía que trabajar al día siguiente.
Antes de morir, Julia decidió el destino de las obras en su poder (las que no habían sido adquiridas por museos y coleccionistas o las que ella decidió quedarse), piezas importantes de su etapa indigenista o cuadros menos figurativos y siempre llenos de color. Al no tener descendencia, Julia Codesido repartió su herencia entre la persona que la había atendido en casa en los últimos años y en obras de caridad. También dejó un monto establecido para la manutención de Loti, su perrito adorado.
Según dejó escrito en su testamento, la casa-taller permanecería intacta y sus cuadros se quedarían colgados en esas paredes que la vieron pintar feliz. Así nació la Fundación Julia Codesido, que mantiene su obra viva en una calle de Pueblo Libre, en esa casa con jardín silvestre donde parece que todavía habitara la pintora extraordinaria, la mujer envuelta en pañuelos de colores.
Julia Codesido (1883-1979)