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Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 10 de abril del 2019

Verónica Ramírez
Periodista

Mujer tenía que ser

Publicado el 10 de abril del 2019

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Cuando tenía 6 años, Isadora Duncan reunió a una decena de niños del barrio. Algunos eran demasiado pequeños para caminar, pero agitaban los brazos e imitaban las olas del mar de San Francisco, tal y como la futura pionera de la danza moderna les enseñaba.  ¿Qué es todo esto?, preguntó la madre al llegar a casa. Mi escuela de danza, respondió Isadora.

Lo que vino después es un viaje de amor y pérdidas marcado por el éxito y la tragedia a partes iguales. Isadora vivió una infancia de carencias en una familia de padre ausente donde la creatividad, la música y el movimiento actuaron de salvavidas.   

Aprendió ballet para luego odiar el corsé y las zapatillas de puntas. Su ritmo era el de las olas de la infancia, el de la libertad y el de un fuego interior que la llevó a ser la primera en coreografiar músicas que originalmente no fueron escritas para la danza: Beethoven, Brahms, Chopin. Nadie se había atrevido a darles forma. Isadora, entonces, fue incomprendida.

Con su pequeña troupé de bailarines y músicos compuesta por su madre Dora, su hermana Elizabeth y hermanos Raymond y Augustin, probaron suerte en Chicago y luego en Nueva York, donde Isadora accedió a la compañía de Augustine Daly. Por esos años perdió a su padre en un naufragio. Fue su primer gran dolor.

Con las promesas de un nuevo siglo y siempre al borde de la miseria absoluta, los Duncan llegaron a Londres hacia 1900 e Isadora admiró las esculturas romanas y griegas del British Museum –luego haría lo mismo en la National Gallery y en el Louvre de París-. Imaginó cómo podrían moverse esos cuerpos estáticos y se convirtió en una intérprete de mitologías, en la encarnación de una divinidad o, como ella misma más tarde se definiría, “en el alma de la música”.

Aprendió ballet para luego odiar el corsé y las zapatillas de puntas. Su ritmo era el de las olas de la infancia, el de la libertad y el de un fuego interior que la llevó a ser la primera en coreografiar músicas que originalmente no fueron escritas para la danza

Su búsqueda de libertad en el movimiento repercutió también en su vida amorosa. En su autobiografía My Life (1927), Isadora reflexiona sobre el fin de las relaciones de pareja.  “Es un hecho extraño que cuando nos separamos de un ser querido, aunque podamos sentir la pena más terrible, experimentamos al mismo tiempo una curiosa sensación de liberación”, escribió.

Y aunque pudo superar con gran resolución y euforia amores que reemplazaba sin reparo, hubo un dolor del que no pudo desprenderse jamás. Eligió ser madre soltera y tuvo dos hijos de distintos hombres. Fue una madre entregada, pero su amor no pudo evitar que los pequeños Deirdre y Patrick murieran ahogados en el Sena en un accidente automovilístico.

A partir de entonces, Isadora derrochó el dinero que no tenía y vivió al margen de las convenciones sociales, se rodeó de las personalidades de la época y protagonizó escándalos. También se entregó al trabajo.  Abrió una escuela de danza en Alemania y en 1921 inauguró otra para niños en Rusia, donde se casó con el poeta Serguéi Esenin, 17 años más joven que ella. Poco tiempo después de finalizar la relación, Esenin se suicidó dejando una nota escrita con sangre.   

Su última presentación fue en el Teatro Mogador de París, en setiembre de 1927. A los 50 años Isadora murió estrangulada, cuando la larga bufanda que llevaba al cuello se enredó en la llanta de un descapotable en Niza.

Existe solo una imagen en movimiento de Isadora Duncan. Dura apenas unos segundos y puede verse en YouTube. La imagen es borrosa, pero se adivina un vestido vaporoso con unas telas entrecruzadas. Baila descalza. Está rodeada de hombres con sombrero y trajes oscuros que aplauden los pasos finales de una coreografía en la que ella parece una niña feliz intentando alcanzar las copas de los árboles que la rodean. La imagen es, a su vez, el encuentro de dos universos: el de la burguesía acartonada y el de una artista en estado de gracia.

Quizás antes o después desplegó una serie de pasos mucho más osados, pero lo que puede verse es un movimiento simple e inocente. Ella no necesitó de un gran virtuosismo para pasar a la posteridad.  Porque la estética de sus movimientos y su paso por el mundo representan algo mucho más difícil de conseguir en una sola vida: una verdadera fuerza creadora, una vocación rotunda, una libertad vital, original, irrepetible, única.  

 

Isadora Duncan (1877-1927)

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