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Katya Adaui
Escritora, guionista y fotógrafa.

Publicado el 13 de octubre del 2018

Katya Adaui
Escritora, guionista y fotógrafa.

Publicado el 13 de octubre del 2018

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Desorientados, incomunicados, dispersos y aburridos. Cercados por una velocidad que los ataranta y de un lenguaje que no descifran, solo se tienen a sí mismos. En PERDIDOS EN TOKIO, Sofia Coppola acerca a dos seres que, en circunstancias menos extremas, quizás no habrían intimado. Una película que acaba de cumplir quince años y tan vigente. La vida contemporánea y sus síntomas: fugacidad, soledad, desamparo. Vacío y atolondramiento.

Scarlett Johannson y Bill Murray se han encontrado en uno de los más lujosos hoteles del mundo, en la capital japonesa. Con sus propios matrimonios en riesgo, vagan por un paisaje tan extraño, sensual y asombroso como ellos. Un paisaje cinematográfico. El deseo lo subliman como pueden. Están disociados. Profundizan, se observan, resisten. Van lento y cómo. Caminan, la esencia del arte contemplativo. Viven el día sin estructura, preparándose para su fragilidad. Lo que aprenden juntos es a detenerse. A no vivir en inmediatez. A mirar al otro en todas sus versiones, en todas sus contradicciones. No hay la locura de la juventud, ni la sabiduría de la mediana edad. Hay presente. A él y a su encuentro se han arraigado. Se acompañan a fluir.

Tokio no se calla nunca.

Ellos sortean sus silencios, se entienden sin esa compulsiva necesidad de hipercomunicación de quienes le huyen al malentendido. Se llevan veinte años. Tienen un sentido del sarcasmo bastante peculiar. Y saben que, sin importar el esfuerzo desplegado y las explicaciones y las excusas, todo deriva en malentendido. Ellos mismos son un malentendido. En esa impecable escena final, no escuchamos qué se dicen. ¡Y a quién le importa! El mundo son ellos dos, es de ellos dos. Son los dueños del lenguaje. Van en contra del tiempo y del tiempo narrativo: han sabido detenerse en medio de la calle sin prestarle atención a quienes avanzan, las direcciones que ambos tomarán han desaparecido, han dejado de ser anónimos entre billones, han superado al espacio. Han logrado una experiencia de duración. La crisis era imprescindible.

Aunque hay otros cinco escritores, entre ellos una colombiana, Chris y yo hemos coincidido en la movilización: nadie camina tantas horas como nosotros, ni tan lento. Ninguno desea perderse. 

Si he pensado en PERDIDOS EN TOKIO para reseñarla hoy es porque la he terminado de comprender.

Llevo tres semanas en Pekín. Mis días transcurren caminando junto a Christos Chrissopoulos, mi nuevo amigo griego. Lo he conocido en la residencia de escritores de un mes y una semana de duración de la que formamos parte. Aunque hay otros cinco escritores, entre ellos una colombiana, Chris y yo hemos coincidido en la movilización: nadie camina tantas horas como nosotros, ni tan lento. Ninguno desea perderse.

Desde el primer día, lo reconocimos: estamos perdidos.

A una ciudad se la entiende perdiéndose. Vamos haciendo fotos. Nos ha sorprendido frenarnos ante la misma imagen para capturarla. “El mismo ojo”, ha dicho Chris. Nos vamos adentrando por calles cada vez más angostas. Yo he nacido sin brújula, sin GPS. Chris se orienta mejor, encuentra las salidas. Lo sigo. Se le han caído los lentes ya dos veces, se los he recogido. Así nos vamos salvando. Todo es desconocido y misterioso. El inglés, tan acaparativo y que suele alcanzar, aquí casi nadie lo habla. Para pedir en un restaurante, el mozo nos pasea entre las mesas y nos hace señalarle el plato que alguien está comiendo. Las señales universales de pedir la cuenta o de ¿cuánto cuesta?, no nos funcionan. El inglés de Chris es notable. El mío, malísimo. Ayer notamos que sabemos decir en chino: “hola” y “gracias”. La gran muralla es el lenguaje. No hemos preguntado cómo se dice: “sí” o “no”.

Nos entendemos. En el silencio de caminar, contemplar, admirar, resentir el vértigo, gozar. Esta es la vida que estamos viviendo ahora. Saber estar en ella con alegría. Vamos a demorarnos.

La lejanía, mi despertar cuando quienes amo duermen, la extrañeza de las costumbres, la belleza enmudecedora de los sauces llorones, la idolatría al mayor asesino de la historia, la vigilancia absoluta del sistema de cámaras y reconocimiento facial chino, todo eso se aligera: hice un amigo.

Este viaje me afecta –sobre todo– porque conocí y quiero a Chris.

Todo encuentro es una elección: dejarse elegir, dejarse querer. Dejarse traducir.

A él le dedico estas palabras aunque no pueda leerlas.

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