Francisca Zubiaga nació cuando sus padres se desplazaban de un lugar a otro, en un pueblo llamado Huarcaray o Anchibamba, en Cusco. Hija de un español y una criolla, la pequeña Francisca se trasladó a Lima con su familia y, lejos de los campos y las montañas, decide entregarse a una vida espiritual con una devoción insospechada para su corta edad. Hasta los 17 años fue una novicia que postulaba a la santidad: ayunaba más de la cuenta, se martirizaba el doble y se imponía privaciones exageradas que terminaron por asustar a sus padres. Una chica de su tiempo, pensaba el señor Zubiaga, tenía que abandonar el convento, irse de viaje, rodearse de gente, asistir a banquetes. A partir de entonces, la niña que nació a mitad de camino entre un destino y otro empezó un recorrido inesperado hasta convertirse en la mujer guerrera que pasaría a la historia como La Mariscala.
En plena guerra emancipadora, Francisca se casa con el general Agustín Gamarra, quien venía de una campaña triunfal en Ayacucho. Doña Pancha, como ya le decían, se entrena en el uso de la pistola, el florete y la equitación, se convierte en una perfecta anfitriona y en una aficionada a las peleas de gallos. Es el brazo derecho de su marido y quiere intervenir de forma activa en el futuro de la patria recién liberada. ¿Amaba realmente a Gamarra o simplemente vio en él la posibilidad de ejercer el poder negado a una mujer de su tiempo?
Hasta los 17 años fue una novicia que postulaba a la santidad: ayunaba más de la cuenta, se martirizaba el doble y se imponía privaciones exageradas que terminaron por asustar a sus padres
“Gobernó a hombres, condujo ejércitos, sembró odios, cautivó corazones; fue soldado audaz, cristiana fervorosa; estoica en el dolor, generosa en el triunfo, temeraria en la lucha”, escribió Abraham Valdelomar en la biografía La Mariscala, publicada en 1915.
En 1828, Francisca se unió a su marido en la primera intervención peruana en Bolivia, que tenía como objetivo expulsar a las tropas colombianas y consolidar la independencia. A los 25 años, vestida con ropas militares y una capa cruzada, dirigió la toma de Paria ganándose el respeto de las tropas que ella misma supervisaba para que estuvieran bien aprovisionadas.
“Como Napoleón, todo el imperio de su belleza estaba en su mirada; cuánta fiereza, cuánto orgullo y penetración; con aquel ascendiente irresistible ella imponía el respeto, encadenaba las voluntades, cautivaba la admiración”, escribió Flora Tristán sobre Francisca en Peregrinaciones de una paria.
En tiempos de grandes conspiraciones, Gamarra derroca a La Mar y asume la presidencia del país. Dicen que por gestión de Francisca su marido es nombrado Gran Mariscal de los Ejércitos Nacionales y es así como ella empieza a ser conocida como La Mariscala, la temida y respetada, la que daba órdenes, sofocaba motines, intrigaba, movía los hilos invisibles del poder y se convertía en el alma del gobierno.
A los 25 años, vestida con ropas militares y una capa cruzada, dirigió la toma de Paria ganándose el respeto de las tropas que ella misma supervisaba
Pero en momentos de grandes inestabilidades, la dicha duraría poco. En 1834, los gamarristas se enfrentan a una revuelta a favor del general Luis José de Orbegoso. La Mariscala, disfrazada de fraile, escapó por las azoteas de Arequipa. Debió ser un duro golpe al orgullo de una mujer que decía: “Yo no soy sensible sino a los suspiros del cañón, a las palabras del Congreso y a los aplausos y aclamaciones del pueblo cuando paso por las calles”. Soberbia, orgullosa e implacable, decían sus adversarios, La Mariscala rompió definitivamente con Gamarra en ese momento. Él se fue a Bolivia y ella y partió a Chile.
Todo estaba perdido. Los momentos de grandeza quedaron atrás y sus vínculos con el poder se desintegraron. Francisca llegó a Valparaíso con la salud comprometida por brotes epilépticos y una antigua caída que devino en un mal crónico. La Mariscala envuelta en una capa de hierro y sortijas en todos los dedos sufría ahora por la gloria pasada y el nuevo desdén de quienes antes la adulaban. Un médico peruano le dijo que su vida era un hilo y ella presintió su muerte inmediata. Escribió un breve testamento donde ordenaba que su corazón fuera extraído al morir y enviado a Agustín Gamarra. Luego perfumó su habitación, se vistió de blanco y murió de soledad a los 32 años.
Su corazón fue llevado al Cusco y exhibido en los funerales de Gamarra, en 1841. Más tarde se guardó en el Monasterio de Santa Teresa y desapareció. O quizás alguien lo escondió y lo robó, alguien que quiso conjurar el espíritu de la mujer guerrera, la que alimentó tantas leyendas, para hacer brotar su fuerza sobrenatural en otras vidas.
Francisca Zubiaga (1803-1835)