Desconocida en vida, la fotógrafa y artista Francesca Woodman creó un complejo universo que dejó impreso en 800 fotografías. En muchas de ellas aparece como un fantasma que deambula por habitaciones decadentes. Es su propio cuerpo el que se esconde y enfrenta a la cámara para componer imágenes llenas de inquietud, soledad y romanticismo. Francesca poseía un aura de misterio que se amplificó con el paso del tiempo, cuando ella ya no estaba para refutar o afirmar las múltiples interpretaciones a las que invitan sus autorretratos. La joven artista dejó de existir a los 22 años, cuando saltó al vacío desde el quinto piso de su departamento en Manhattan. No logró obtener el reconocimiento que tanto ansiaba en vida, aunque la posteridad le tuviera reservado un lugar fundamental en la fotografía del siglo XX.
Todo empezó bajo un cielo despejado cerca de las Montañas Rocosas, en Colorado, Estados Unidos, donde Francesca creció acompañada de un hermano, un gato y clases de piano. En esta infancia apacible, según escribió su padre, George Woodman, la pequeña Francesca recibió su primera cámara fotográfica -una Yashica- a los 13 años.
La familia, encabezada por unos padres artistas (George, pintor y Betty ceramista), pasaría muchos veranos en una vieja granja en la Toscana, frecuentada por amigos bohemios e intelectuales. A Francesca le gustaba quedarse horas en el museo La Specola de Historia Natural, donde se hizo amiga del guardia de seguridad, quien la dejaba recorrerlo cuando ya estaba cerrado al público. Este ambiente estimulante, fértil y creativo animaría a Francesca a estudiar Arte en la Escuela de Diseño de Rhode Island y, posteriormente, en Roma, entre 1977 y 1978.
Con toda la ilusión y el ímpetu de quien quiere comerse una parte del mundo, Francesca llegó a Nueva York para emplearse como secretaria, asistente de fotografía y modelo. Pero la montaña a escalar para convertirse en una artista reconocida en el medio era demasiado empinada y fangosa. Todas las frustraciones profesionales, los desamores y la búsqueda de sentido a través de la fotografía la harían recorrer un camino en zigzag. Entonces, la urgencia de su juventud la traicionó.
“¿Cómo pudo una persona tan joven crear imágenes tan poderosas y complejas?”, se pregunta Anna Telgren, curadora de Ser un ángel, la muestra de Francesca Woodman que recorre el mundo. “A Woodman se le considera inusualmente talentosa, un prodigio. Quienes la conocieron afirman que siempre estaba trabajando y buscando temas y material para sus fotografías, para las que solía encontrar soluciones inteligente e ingeniosas”.
Uno de sus temas recurrentes fueron, precisamente, los ángeles, pero unos ángeles fantasmagóricos y dramáticos que habitan edificios abandonados y se reflejan en espejos rotos. Estas imágenes hoy forman parte de grandes colecciones y se han podido ver en los museos más importantes, como la Tate Modern de Londres o el Guggenheim de Nueva York. Su talento ha sido celebrado por diversos artistas, entre otros, por dos contemporáneas suyas y extraordinarias fotógrafas: Nan Goldin y Cindy Sherman.
Su principal objeto de estudio fue ella misma, pero no por ello llegó a comprender la mecánica de su propia mente. Hoy, sus imágenes surrealistas y perturbadoras no dejan de viajar a la misma velocidad que crece el misterio sobre su vida. La paradoja es transparente: desasosiego y entrega absoluta, dos componentes que la torturaron en vida pero que, pasado el tiempo, convirtieron a la niña prodigio en artista de culto.
Francesca Woodman (1958-1981)
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