Una firma de libros es un momento relevante en la vida «profesional» de un escritor. No por la firma en sí misma, sino porque durante unos minutos, a veces segundos nada más, le pones rosto a tus lectores, conoces a quienes te leen, obtienes escueta información acerca de sus vidas o intereses y, por si fuera poco, te enteras de por qué tu trabajo —ese que hiciste a solas con ilusión pero sin expectativas— resultó importante con ellos. Si los músicos ‘conversan’ con sus fans en los conciertos; si los artistas plásticos interactuar con los seguidores de su obra durante las exposiciones; los escritores, más que en las presentaciones, dialogamos en las firmas.
Anoche, en el último día de la Feria del Libro de Lima, tuve la inmensa suerte de participar de una nueva firma. Las dos horas que programó la editorial no fueron suficientes (pido disculpas a quienes no pude atender), pero me sirvieron para emocionarme, por ejemplo, con la señora que fue en silla de ruedas y que decía no «perderse» mis entrevistas en la televisión; o con el caballero que se desplazó en muletas junto a su familia; o con el muchacho invidente cuya novia le lee las novelas al oído; o con la mujer que confesó haber bautizado a su hijo con mi nombre como una forma inversa de agradecimiento; o con la lectora que viajó desde el norte para obtener una dedicatoria; en fin, con todos los que, ignorando el frío, la hora y la garúa, optaron por permanecer en esa extensa fila india.
Es innegable: la gente está ávida de leer. Que la FIL se venga superando a sí misma en los últimos años (en esta edición atrajo a 565 mil personas, casi 20 mil más que el 2017) y que los auditorios hayan lucido casi siempre abarrotados son síntomas de una comunidad con ansias crecientes de saber, de imaginar, de verse retratada, de comprender su complejidad, y que no se rinde ante la incultura proyectada, para desgracia nuestra, desde las élites de poder. Dije que la gente está ávida de leer pero también de participar. La cabina del BBVA —esta vez con su homenaje a Valdelomar— atrajo nuevamente a miles de personas, cuyas versiones de «Tristitia» fluctuaron entre el tributo, el histrionismo y el sacrilegio.
Es innegable: la gente está ávida de leer. Que la FIL se venga superando a sí misma en los últimos años (en esta edición atrajo a 565 mil personas, casi 20 mil más que el 2017) y que los auditorios hayan lucido casi siempre abarrotados son síntomas de una comunidad con ansias crecientes de saber, de imaginar, de verse retratada, de comprender su complejidad, y que no se rinde ante la incultura proyectada, para desgracia nuestra, desde las élites de poder
Tampoco es casual, dada la coyuntura, que entre los libros más vendidos figuren reediciones de «Historia de la Corrupción», de Alfonso Quiroz (2013), y «Cambio de Palabras», recopilación de entrevistas que el periodista César Hildebrandt publicó por primera vez en 1981. Sin ser novedades ambos títulos se volvieron necesarios para que el lector revise el pasado (no tan) reciente y dimensione la gravedad de la crisis moral que atraviesa el país.
Pero lo más importante —siempre lo digo— no es que los libros se vendan, sino que se lean, se comenten, se discutan, se problematicen, se recomienden y se pongan en circulación. Esa es la manera de integrarlos a nuestra vida cotidiana, de convertir una experiencia solitaria (la lectura) en un hecho social, y de revertir paulatinamente los bajísimo índices de comprensión de lectura.
Para el 2019, la Cámara Peruana del Libro ha anunciado que Mario Vargas Llosa será el «país» invitado. Con todo el campus ferial girando en torno de los personajes y temas del Nobel, con una realidad política más caldeada dada la cercanía del bicentenario y las elecciones generales, y con un público ya entrenado en las lides feriales, no es difícil pronosticar el éxito de la próxima edición.